Felicidad y diversión

No sé por qué motivo, desde que tengo recuerdo, se me ha metido en la cabeza una curiosa proporción: “Felicidad es a contemplar lo que divertirse a mirar”. Lo primero que me ha sugerido este aforismo mío (o de quien me lo dijera, si fue así) es que divertirse es una tarea mucho más fácil que ser feliz. Lo primero parece al alcance de la mano de cualquier mortal humano. Quizá esa asequibilidad de la diversión seas lo que la asimile con el mirar, con el ver si se me apura.

Y es que mirar solo exige poner la vista en algo. Ni siquiera se requiere mucho tiempo: basta un instante. De hecho para concretar el mirar es frecuente y casi necesario remitirse al tiempo: miró con detenimiento decimos; se mira, a veces, en medio de un simple parpadeo. Incluso un instante o durante largo rato. No es extraño, además, que mirada y atención vayan por derroteros diversos. A veces hasta nos distraemos mirando: no prestamos atención a lo que vemos en esas ocasiones.

Y el lenguaje se burla de nosotros al advertirnos que divertir es apartar, desviar o alejar. Es la primera acepción del diccionario y nos pone en la tesitura de escoger entre prestar atención a algo o quitarlo de delante, o evitarlo con una finta , o poner tierra por medio. La segunda acepción, más o menos, viene a aconsejar, como hacen los diccionarios, con aparente desdén, que si deseamos divertirnos lo mejor será dirigir hacia otra parte nuestro humor, nuestros sentimientos. También sugiere como sinónimos el entretener o el recrear. Lo primero era una advertencia materna casi siempre prohibitiva: ¡no te entretengas por el camino! ¡Hay que ver el sentido metafísico que tenían! Y lo más importante, cierra el cortejo de significados uno de carácter estratégico: si quieres distraer al enemigo, preséntale varios objetos, bien diferenciados y apetecibles y así dividirás sus fuerzas al hacerlo antes con su atención.

¡Qué distinto es contemplar! Lo primero que implica es poner la atención en algo o en alguien. Nada que ver con mirar. Frente a la escasa fijeza que suele implicar la mirada, a no ser que se especifique lo contrario; es imposible contemplar sin atender bien. Esta consideración hacia las cosas, o hacia las personas, lleva a veces a complacer o ser condescendiente con ellas: en ocasiones, por afecto; otras, por respeto; incluso, por interés o lisonja; pero en cualquier caso como resultado de una atención detenida que permite juzgar a la luz de todos los considerandos. Si el consejo de las madres era evitar entretenerse; lo propio de ellas es contemplar a sus hijos: embobarse literalmente mientras centran en ellos toda su atención y cuidado; sin reparos cuando son niños, con disimulo mal medido cuando son mayores. Solo la gente ruda, los bestias, los desconsiderados, los intransigentes, aconsejan no andarse con miramientos.

El andar mirando cualquier cosa que distraiga no exige mucho razonamiento. Aunque no sea excluyente en la teoría, la práctica suele mostrar poco ejercicio de la inteligencia mientras nos distraemos. Más bien parece exigirlo. En los tiempos que corren la diversión se asocia normalmente a la multitud, al ritmo, a la pérdida del sentido de la medida; o por el contrario: a lo mismo en la soledad digital de un videojuego, una película, una serie, o un “reality” de isla o chalé.

Ya se ve por dónde andan los afectos y cual es el sitio de los descuidados. Por eso parece que la contemplación, la atención, facilita el camino hacia la felicidad, a ese estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien. Se podrá decir que todo depende de cual sea el bien para alguien: sí y no. Porque no hay felicidad para los sádicos, ni para los maníacos, ni para los obsesivos. Así son las cosas. Estas personas tienen enfermedades, no son felices. El obsesionado con mandar no le complace el ejercicio del poder, le destroza (y a los que tiene alrededor con mayor frecuencia aún). Y no te digo a los otros dos.

Contemplar en nuestra sociedad del entretenimiento puede parecer un acto de cultura oriental (yoga, yin o yan, y cosas así), o para los más cultos algo relacionado con el “mindfulness” y para los casi sabios con la ancestral quietud mística monacal. Y no. Se pueden contemplan cuadros en un museo o en una exposición; que es algo más que verlos o mirarlos. O una película, o una performance, o una obra de teatro… y ¡la danza! También paisajes (y no hace falta normalmente hacer fotos mientras). Y se contempla la música con los oídos y con todo el cuerpo y los libros desde la vista al pensamiento. Y no se sacan necesariamente conclusiones de todo esto: se disfruta, se es feliz un rato, con una intensidad que no agota y que puede prolongarse un tiempo impredecible. Y lo mejor: ¡se echa de menos!

Nuestra silenciosa revolución del entretenimiento se limitó a ofrecer productos industriales baratos, similares, casi iguales entre sí, democráticos en un sentido estúpido, intercambiables… Me hizo gracia primero, y luego me dio pavor, saber que la competencia de los periódicos sensacionalistas neoyorquinos de finales del siglo XIX eran las manzanas dulces: costaban lo mismo. Y Guillermo Cabrera Infante tituló un libro con otra disyuntiva terrible de su infancia: cine o sardina. El entretenimiento como alternativa a lo esencial, a alimentarse. Quizá en eso hemos perdido en occidente nuestros derechos de primogenitura intelectual, de auténtica felicidad aprendiendo a contemplar: lo cambiamos por un plato de puñeteras lentejas y nos las seguimos comiendo en nuestra prensa, en nuestra televisión, en la web… y ¡vienen con cada piedra!