Expulsando el pasado

Hay un afán un tanto descuidado e infantil en usar las efemérides como rastrojo en estío terminal. Agolpadas en una especie de lista cronológica a la espera de ser recordadas o, más bien, empleadas para resaltar el relato que sea, las conmemoraciones nos agradan o asaltan, según sea el interés del momento. Ya sean fazañas de alto heroísmo o singulares hechos de consolidación de la nación que corresponda, nuestro calendario viene trufado de fechas cerradas en torno a los múltiplos del cinco sin atender a que la rima sea disonante o cacofonía inasumible. Siempre asociadas a la gloria imperecedera de un presente ilusorio necesitado de un pasado igualmente inventado, los aniversarios del acaso pretérito que fuere pueblan sin descanso la mente de periodistas al servicio del poder conveniente y el argumento del historiador corrompido por la notoriedad pasajera al servicio a la impronta que pague en ese momento.

En ese sentido, si la celebración del pasado inventado conviene a quienes bien alimentan esa máquina de detritus en que se ha convertido el pseudo periodismo y la historiografía vana y torticera, nos veremos abrumados por constantes actos de recuerdo y consolidación de los valores asociados a la fecha en cuestión y su acto derivado. Ahora, como aquello cuestione un ápice del statu quo litigado en este hoy de moral huidiza, nada habremos de reflexionar en el momento del aniversario. Hace apenas dos años pasó sin pena ni gloria el centenario de la catástrofe de Annual, donde una plétora de jóvenes españoles feneció al servicio de un proyecto de protectorado impuesto a principios del siglo XX en aras de un equilibrio internacional que nada tenía que ver con los problemas de una España liberal en descomposición social. Decenas de miles de trabajadores españoles murieron entre ásperas sierras arenosas y valles despellejados por una controversia territorial que en nada rimaba con el poema aquí vivido, envileciendo el ejército y condenando la política civil a una exposición pública rayana en el estercolero mediático. Como ya estarán pensando, aquella desgracia continuada que culminó con uno de los desastres más aterradores de la historia reciente de este santo país poco más que fue recordado como evento lamentable, pero inevitable de una dinámica exterior propia de una España implicada en el contexto internacional.

Hace un par de semanas tuvimos otro desliz en el recuerdo, asociado una vez más a esas políticas africanistas que desangraron las clases medias y bajas de una joven sociedad que andaba buscando un equilibrio en la inevitable transformación. Así, entre el 13 y el 18 de septiembre pasados se cumplió un siglo del golpe de estado perpetrado en Barcelona por una caterva de militares convencidos de que aquella España en fusión evolutiva necesitaba de aquel cirujano de hierro que pidiera encarecidamente Joaquín Costa desde el idealismo de la política imposible. Liderado por Miguel Primo de Rivera, un directorio militar se arrogó la tutorización de una sociedad que entendían en pañales y, necesitada de un padre que enseñara un camino sin arcenes, pedía a gritos un volantazo al timón que nadie parecía saber sujetar. Como ya estarán pensando, nada tenía aquello que ver con la investigación del general Jesús Picasso acerca del desastre de Annual y el informe consecuente que desnudaba la gestión burda del protectorado y la implicación más que segura de la cúpula militar en aquella barbaridad hoy totalmente olvidada. Llegando la hipótesis de implicación hasta un monarca afiliado al batallón del ejército intervencionista y filo fascista, la consecuente asonada de Barcelona, recibida como agua de mayo en invierno de sequía, truncó un ejercicio de higiene política al que nunca parecemos apuntarnos. Muerto y enterrado el general Silvestre en una tumba perdida, mientras Abd-el Krim lucía su fajín ensangrentado por un país fenecido, Alfonso XIII comunicaba a la nación en un artículo publicado en el diario El Sol su satisfacción por un trabajo bien hecho en aras de la seguridad y el acuerdo cuartelario de la política que fuera.

Durante casi siete años, el general levantisco, sus espadones adláteres y el monarca desmemoriado pasearon por este Real Sitio sus medallas cubiertas del polvo bermejo de un olvido al que solemos abonarnos en memoria de la herida cerrada y el terrible ayer medio enterrado. Ya fuera cazando en Riofrío pobres venados y corzos distraídos o llegándose a Segovia para dulcificar el lomo de no pocos artilleros ariscos con el africanismo, dictador y dictante acostumbraron a visitar estos lares con una frecuencia rala, dada la destrucción que dominaba la casa de Alfonso XIII en este lado de la sierra desde que en enero de 1918 ardieran las techumbres en una aterradora noche de fuego invernal.

Abandonado por su valedor, aquel general golpista acabó perdiendo el favor de sus compañeros de asonada, dejando que su tiempo se agotara miserablemente durante un marzo parisino de escaso recuerdo. Otro general africanista, Berenguer, sucedió en Dictablanda la Dictadura corporativista y fracasada para acabar enterrando la monarquía en las elecciones municipales de 1931, dejando que este Real Sitio abandonara los prefijos monárquicos para afiliarse a una república incierta que habría de trasladar sus cuitas a las estancias veraniegas de su primer presidente, Niceto Alcalá Zamora.

Y es en este punto que no dejo de lamentar la oportunidad perdida de recordar todo aquello en ejemplarizante efeméride con el estudio pormenorizado de la abolición de una constitución no democrática, pero persistente durante cuarenta y siete años; de la implicación de la jefatura el Estado en una corrección violenta e ilegal del discurso político; de la confianza perenne de una parte de esta sociedad en que exista un salvador de la patria dispuesto a solucionar lo que el diálogo y la comprensión mutua nunca serán capaces de conseguir, esencialmente porque esos mismos conceptos no parezcan existir.

En definitiva, queridos lectores, una ocasión más para lamentar el desprecio hacia la enseñanza de la historia y la retroalimentación del relato a la carta elaborado por una horda de mamporreros incapaces de comprender que el pasado es y está gritando en sordo lamento las enseñanzas que nunca debemos descuidar, pues en ello nos va el futuro. Rememorar esos paseos de Primo de Rivera y Alfonso XIII por la calle de Valsaín o de puesto en puesto a través del bosque de Riofrío debería obligarnos a pensar que, si no sabemos recordar a tiempo, no seremos capaces de actuar en consecuencia y, una vez más, todo seguirá perdido.