Esto no es el Monopoly

En el primer curso de cómo ser buen gobernante deberían enseñar que con las cosas de comer no se juega. Y el que no apruebe esa asignatura pues que no ejerza. Y es que lo que rodea al inmobiliario y a la construcción, aunque no se come da a muchos de comer. El típico discurso mirando al horizonte que finaliza con lo de “hay que cambiar el modelo económico” (aguardo expectante a que nos digan cómo lo van a hacer) no aguanta y la realidad vuelve tozuda y con toda crudeza.

La compra de un inmueble en España desencadena una tormenta perfecta —por positiva — de ingresos a todos los niveles, bien sea el inmueble nuevo o de segunda mano.

Genera pago de impuestos (IVA o Impuesto de Transmisiones patrimoniales, los cuales oscilan entre 6 y el 10% del valor del inmueble), pago de impuesto de Actos Jurídicos Documentados, se da trabajo a gestorías, notarias, registro de fincas, profesionales de construcción o de reformas o de rehabilitación, proveedores y tiendas de materiales y muebles, inmobiliarias, etc. En conjunto, todo este rosario de actividades algunos se atreven a cifrarlo en un porcentaje del PIB español de más del 35%. Si le sumamos el ensamblaje de vehículos y el turismo las cuales son también actividades de doble dígito en el PIB español ya sabemos cuál es nuestra realidad económica. Y por tanto, donde se establece la dependencia.

Bueno, bueno, lo que se dice bueno no es; pero es lo que hay. Demasiada concentración en una industria tan antigua y sensible a las crisis como es todo lo del ladrillo.

En cuanto ese sector inmobiliario y / o de construcción estornuda cientos de miles van al paro. Lo ideal sería ir evolucionando hacia otras industrias de futuro y que no están sujetas a vaivenes cíclicos, como ocurre con esas otras industrias de esos otros países con los que nos comparamos.

Solo hay que echar un vistazo a nuestro IBEX 35 y compararlo con el Dow Jones norteamericano para ver quiénes ocupan las posiciones importantes por capitalización bursátil. Se lo resumo. En el caso del índice americano se trata mayoritariamente de compañías tecnológicas nacidas al final del siglo XX o ya en el XXI; el caso del índice español no es lo mismo: no tenemos variedad de empresas con tecnología y patentes propias que son las que tiran del mundo actual. Algo parecido ocurre con el Dax 30 alemán, en donde se encuentran laboratorios, empresas de automóviles, también tecnológicas y todas ellas con una obsesiva actitud de investigación para estar en vanguardia de sus mercados. Y por no extendernos, caso semejante es el de los otros países de los que estamos tan cerca y tan lejos.

En resumen: seguimos sin estar en el carro del futuro. Y nuestra Bolsa refleja que la actividad económica está anclada en el siglo XX mientras que otros países y sus empresas miran con descaro a este siglo y a los que hayan de venir.

Así las cosas, y volvemos a referirlo, la iniciativa empresarial más notoria de este país ha estado siempre muy ligada a la construcción y a lo inmobiliario; con algunas ventajas y muchos inconvenientes al estar tan sometidos a un solo sector. Un negocio que además iba a diferentes velocidades según como se entendiera. Desde el concepto de ir creando un pequeño o gran patrimonio a lo largo de toda una vida (que luego en la siguiente generación se continuaba o se dilapidaba), hasta el otro concepto de los impresentables pelotazos de hace unas décadas por los que algunos tuvieron que redimir delitos en prisión.

A falta de otras alternativas de inversión ha resultado ser lo inmobiliario un refugio tanto para pequeños inversores que piensan en un complemento para una exigua jubilación (como así son la gran mayoría de las pensiones de este país) como para grandes inversores que aprovechan un mercado con necesidad de vivienda de alquiler, y al que requieren estabilidad democrática, un sistema judicial que responda con prontitud ante los conflictos que surgen y un marco legislativo claro: que defienda los intereses de todas las partes y que no llegue a perjudicar al “gran tenedor” solo por serlo. Si las premisas anteriores funcionan, pequeños y grandes inversores hacen su apuesta y el mercado se activa.

Ahora bien —y me acojo a cierta experiencia profesional y a la de colegas de profesión— cada vez que se oye uno de esos gritos desgarrados preparados para telediario de fin de semana, llamando o alentando al no respeto a la propiedad (de otro, claro), saltarse olímpicamente obligaciones contractuales, miembros del gobierno poniéndose de perfil ante anuncios de medidas a los que los altos tribunales más adelante no darán validez, entra el miedo (razonable) y la inversión se detiene o peor aún: se va a otro sitios. El mundo es pequeño y hay más sitios donde invertir; hay países que se están esforzando para ser atractivos para este tipo de inversión. Cuando este dinero e inversión se marcha nadie se entera o muy pocos, pero el mal está hecho y quizá el de la arenga haya quedado satisfecho pero puede haber mandado al paro a unos cuantos cientos. Hay que tener mucho cuidado con este mercado o industria y sopesar mucho lo que se dice, lo que se anuncia y lo que se hace.

Cuando éramos críos jugábamos a Quimicefa o a Exin Castillos, pero eso no nos hacía ni químicos que puedan inventar vacunas ni arquitectos capaces de levantar una presa. Haber jugado a Monopoly de chavales no nos hace a nadie expertos en un mercado y en una realidad de semejante importancia.

Tiene sentido crear vivienda social (de iniciativa pública o mixta), tiene sentido apoyar el alquiler desde sus más variadas formas, tiene sentido hacer respetar los contratos legítimamente firmados por ambas partes. Pero tengamos cuidado en amenazar con dejar sin seguridad jurídica al empresariado. Se irán y si se van pueden no volver.