
Hay algo en las viejas bibliotecas universitarias que atrae al mismo tiempo que expulsa. Monumentalizadas en sus anaqueles abarrotados, se presentan ante los incautos ojos del visitante como obras maestras de impenetrable y prepotente perfección ilustrada. Amplias en su devenir, muestran una plétora de libros que, habiendo sido uno, han tornado su existir en una unidad ciclópea de difícil separación. Imposible es, sin embargo, concebir un centro educativo sin la presencia de armarios repletos de tesoros insondables, de lomos repujados y cortes dorados o con leyendas escritas. Bien apretados en sus filas, constituyen esa unidad que resulta harto difícil de cuestionar. Así lo pensó Juan de Herrera en el monasterio de San Lorenzo del Escorial, haciendo que todos los cortes delanteros fueran enlucidos en oro para integrar aquella multitud escrita en un todo arquitectónico. En otros casos, la diversidad hermosa y enriquecedora hace de la biblioteca un lugar sin parangón. En la vieja biblioteca de la universidad de Salamanca, la belleza es tal que difícil paso sería resaltar algo. Desde los estantes a las escaleras y escritorios pasando por la iluminación perfectamente pergeñada, las ansias de aprender poseen a todo el que allí entra para gastar una eternidad sentado sobre el texto iluminado. Quizás por eso, porque el tiempo se congela sentado frente a la alacena de los libros es por lo que hubieron de pintar en la esquina del claustro superior una retahíla de santas y patrones sagrados.
Siempre pensé que algún estudiante aburrido de aquel templo glorioso tuvo la feliz idea de asomarse a semejante y turbia esquina para iluminar el paso con alguna especia de grafiti fruto de la más absoluta y obsolescente creatividad. En la penumbra de un rincón perdido y olvidado de un claustro repleto de sentido y concentrado en cumplir con una misión superior, el burdo esperpento casi clandestino de unas imágenes sacralizadas en la negrura de aquel espacio sordo me puso una espina en el zapato que hube de sacar más pronto que tarde. Con la ayuda de algún bibliotecario salmantino llegué al convencimiento de que tan amenazantes figuras habían sido puestas allí para evitar que estudiantes concentrados depositaran allí los orines que las horas pasadas en escorzo sobre balda y pergamino acababan produciendo. Supongo que, apurados por el esfuerzo, carecían del tiempo suficiente para encontrar el urinario que fuera. Los seminaristas de la archidiócesis toledana, mucho más precavidos, destinaron una de las callejuelas retorcidas en la salida de la catedral hacia los mercadillos de la Plaza Mayor para localizar sus meadas.
Ese “Locum” toledano que da nombre a la calle ha resultado común para multitud de espacios sometidos a la larga permanencia y necesidad perentoria de alivio personal. Ya a principios del siglo XVI se quejaba Carlos I de semejantes prácticas en las ciudades castellanas, obligándose a la canalización de los fluidos corporales por canalejas y meaderas que alejaran semejante inmundicia enfermiza. Conectadas por cobijas y tejas empotradas, solían recorrer fachadas hasta sótanos donde, ya recogidas en cubas, poder ser evacuadas o conectadas con un inmundo arroyuelo que contaminara a base de bien el pobre río que por aquella población tuviera la desgracia de penar. Constantemente regularizadas por ordenanzas presentes en todos los reinados, las aguas sucias dan pábulo suficiente para referir una historia entre negra y pestilente de la humanidad de cuyo hedor ni siquiera hoy nos podemos librar.
Y en ese afán por reconducir la mierda que con frecuencia exasperante regalamos a la naturaleza, monarcas y asesores han venido cambiando el aspecto de nuestras calles con tan higiénico objetivo. En el caso del Real Sitio, dada la costumbre ancestral del ser humano en género masculino y popular de orinar por las esquinas y rincones, tuvieron a bien los urbanizadores del Barrio Alto de ubicar orinales pétreos en según qué esquina para deleite del alivio de paisanos incontinentes. Circulares y nefandos, los orinales del Real Sitio alimentaban la cloaca apestosa en determinados rincones sometidos a frecuentes visitas de los prostáticos vecinos de este Paraíso. Presumo que derivados de las ordenanzas higiénicas promulgadas por Sabatini durante el reinado de Carlos III o, más adelante, durante los lamentables años en que su vástago más incapaz desgobernó estos reinos, los orinales tallados en piedra de Sepúlveda acompañaron el devenir y la micción de mis paisanos pasados. Este que suscribe llegó a conocer tan solo uno de aquellos ubicado en la esquina de la plazuela encallejonada de la calle del Mallo, justo donde duerme el viejo pilón a la espalda de la que fuera capilla de los vidrieros alemanes. A escasos cuarenta metros del teatro real que construyera la compañía italiana de Felipe Domini durante el reinado del primer Borbón, la plazoleta y su pilón resultaron ser paraje de lo más íntimo para cumplir con la necesidad. Dado que el primitivo teatro desaparecido no debió incorporar urinarios en su primera construcción, los asistentes a las frecuentes representaciones que no podían disponer de un orinal asistido por el indispensable “garçon del pis”, que dirían Javier Santos Galindo y Mel Brooks, entiendo que hallaron en la intimidad de la fuente del Mallo un lugar de escape sin par.
Nada de extraño tiene que no hubiera más que almacenes en la cercanía, dada la peste que ese “locum” debía manar. Ni qué decir tiene, por otra parte, que la quimera del mascarón de la fuente del Mallo haya conservado ese rictus de horrendo pavor después de la visión que cada día de representación hubo de experimentar; o que el pobre santo checo sacara de allí sus patas torneadas para perderse en el triste almacén donde pena desde hace ya una eternidad. Tampoco resulta extraño que, tras acomodar la callejuela e inventarse viviendas donde jamás las hubo, el ordenamiento urbanístico se llevara por delante aquel vestigio de salubridad fingida en un mundo podrido por tanta meada incontrolable.
Aplastado por una escalera de losas que facilitan a nadie el acceso a un pilón seco donde ni una gota mana por la mueca congelada de una quimera fenecida, el viejo orinal de la esquina del Mallo demuestra una vez más que, en este país, ni los orines encuentran finalidad ni el patrimonio ha de ser preservado por mucha utilidad que lo origine, por mucho que su presencia diga de nuestro presente ya pasado.