
SINOPSIS: La Psicología importa. Algunos traumas pueden emerger desde el subconsciente bajo ciertas circunstancias. El autor comenta la relevancia adquirida en su imaginario por una breve conversación mantenida, hace años, con un alumno estadounidense.
Una bella canción italiana afluye a la mente. Se trata de “tu vuò fà l’americano”, compuesta por el músico Renato Carosone en la década de los años cincuenta del siglo XX. Alberto Sordi la tatareaba sin parar en “Un americano de Roma” (1954). El protagonista era un joven de la Italia pobre de la postguerra, obsesionado con la modernidad anhelada de Estados Unidos, visible en las películas de Hollywood, que nos mostraban automóviles, electrodomésticos, chalets independientes y tantos símbolos del “American Way of Life”. Uno de ellos el tabaco rubio, como los cigarrillos de marca estadounidense que fumaba mi padre. La versión del clásico cantada por “Hetty & the Jazzato Band”, disponible en Youtube, resulta muy simpática.
Tarareo “l’americano, l’americano, tá, tá, tá”; y me viene uno de los escasos estudiantes estadounidenses que han pasado por mis aulas de la Universidad Complutense de Madrid. Nunca olvidaré cierta anécdota, vinculada a charla breve con aquel joven; y, en los últimos tiempos, debido a mi circunstancia particular, aquel recuerdo aflora casi a diario.
Los alumnos extranjeros son factor de enriquecimiento para el grupo cuando impartes asignaturas de temática internacional; pero este muchacho, tímido, no era participativo. En cierta ocasión, procedentes de la Cuesta de Moyano, destino habitual, mi hermano y yo nos cruzamos de forma casual en Atocha con este hombre, tan enigmático como algunos personajes de los libros expuestos en las casetas de madera aledañas; pero la conversación no fluyó, ni siquiera al albur de esta situación propiciatoria.
Aquel día marcado, a última hora de tarde ya anochecida, explicaba algún tema relacionado con las migraciones internacionales en una de esas aulas grandes de anfiteatro, asignada al grupo de último curso de grado. Y como las conversaciones cotidianas con estadounidenses suelen sacar a la luz la ascendencia, irlandesa, italiana, sueca o de donde sea, le pregunté al estudiante por la suya, delante de sus compañeros en sesión pública. La respuesta me dejó avergonzado por mi metedura de pata. El muchacho desconocía la identidad de abuelos biológicos y ancestros más lejanos, puesto que sus padres se habían conocido en el orfanato donde crecieron. En aquel momento, mi curiosidad recibió una lección. Como colofón, aquel alumno de mirada triste se nos desmayó otra jornada en clase; y un chico español muy amable, quien deseaba ser profesor, se levantó presto a socorrer al gringo.
En las manifestaciones que recorren Zócalo o Paseo de la Reforma, habituales en la inmensidad de la Ciudad México, las masas congregadas siempre emiten un grito de guerra, con independencia de su adscripción corporativa: “Zapata vive”. Vaya final también en la película de “Viva Zapata” (1952), cuando un campesino les dice a sus contertulios que Zapata no ha muerto. Por el contrario, seguiría en las montañas, siempre dispuesto a volver para luchar por una causa justa. Y, en la última escena, aparece en medio de la nocturnidad el caballo, que relincha, del líder de la Revolución Mexicana.
Por mi parte, me digo: “Freud vive”. Desde la exploración del subconsciente, se explica cómo, en los últimos tiempos, una simple anécdota –aquel diálogo breve con el estudiante americano- haya devenido en obsesión. Cuánto recuerdo aquella escena causante de zozobra.
Me lo he pasado muy bien con las aficiones genealógicas; pero debo confesar algo. Envidio a mi alumno más enigmático. Los disgustos que se ha ahorrado al no haber tenido el gusto de saber quiénes eran sus tíos y primos. Muchos de los míos, por ambos costados, me han causado sinsabores y estrés postraumático; y no hablo de boquilla. En mi calidad de profesor, durante doce o trece años, del Máster en Seguridad y Defensa de UCM y CESEDEN, me ha tocado evaluar tesinas sobre la materia, que tanto puede afectar a excombatientes, presentadas en algunos casos por oficiales y mandos del ejército.
Mi madre tenía un hermano mayor. Le apreciábamos; paseábamos con él –algo que nunca hicieron sus hijos-; nuestras preguntas le convertían en protagonista; y, cuando enfermó, nos volcamos, desplazándonos a Segovia todos los fines de semana. No obstante, muchos años después, en el momento más difícil, marcado por soledad compartida con mi madre, las actitudes de su entorno me duelen. Como Ralph en “El señor de las moscas”, novela esencial sobre la condición humana de William Golding, lloro por el fin de la inocencia y las tinieblas del corazón del hombre. La caja de Pandora quedó abierta; y emergió un recuerdo infame, correspondiente a suceso triste, añejo, olvidado.
En la única romería de Juarrillos a la que asistí (1973), en compañía de tíos y abuelos, yo tenía cinco años de edad. En tanto que era muy travieso, me vi implicado en una peleílla infantil. Mi tío me pegó; y, aquella tarde a última hora mi familia y yo montamos en el auto para dirigirnos a Burgos, ciudad en la que residíamos. Mi padre pronunció unas palabras, almacenadas en la memoria cual recuerdo vívido: “cómo le ha dejado, parece que acaba de llegar de la guerra de Vietnam”, frase resonante en el habitáculo del Simca 900.
Muchos años después, visité Vietnam, país que me fascinó. Debo decir que, en ambos viajes, la instantánea heredada de la infancia más tierna siguió escondida en el fondo del baúl de los recuerdos amargos, sin mayor trascendencia. Las victorias bélicas infringidas a franceses y americanos por esos asiáticos esforzados, sumidos en la pobreza, habían constituido razón significativa para querer ir a Saigón y Hanói, dos ciudades cautivadoras. El poder duro de Vietnam –prestigio- deriva de su poder duro –bélico-. En el paseo en barcaza por el delta del río Mekong, una mujer muy bella, vestida a la manera tradicional y portadora del sombrero cónico de los arrozales, nos acompañó. Su padre y abuelo habían combatido, de forma respectiva, contra estadounidense y galos, como en las películas, pero de verdad.
En el vestíbulo del mítico Hotel Continental de Saigón, conversamos sobre otro escenario bélico con una turista alemana residente en Estrasburgo. Esta señora mayor había vivido cerca del aeropuerto de Berlín; y recordaba los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. El abandono de la metrópolis y la llegada al Sarre, en el otro extremo del país, fueron un alivio. Por cierto, muchos veteranos del ejército alemán también combatieron en los cenagales de Vietnam, alistados en la Legión Extranjera. A un paso del aquel edificio de color blanco, reductor del calor de los trópicos, se encuentra la antigua calle Catinat. La toma de fotografía espontánea en la arteria más glamurosa del Sudeste Asiático, cuales paseantes risueños, era rito iniciático para los militares franceses que pasaban por Saigón.
La estética colonial se mantiene en el espléndido restaurante ubicado en calle Pasteur 160. Aquellas cenas principescas, con rollitos vietnamitas incluidos –muy diferentes de los que en España reciben dicha denominación-, en un edificio diseñado con ventanales abiertos. Así, las corrientes de aires, auxiliadas por los ventiladores, aminoraban la calorina tropical. Qué satisfacción sentida cuando, tras el viaje intenso de 2016, fue privilegio volver dos años después. El plano completo del centro de Saigón seguía almacenado en mi cabeza; y le indiqué al taxista la ruta a seguir hasta el Hotel Riverside, junto al río, casi esquinero con la calle Don Koi –antigua Catinat-. En aquel escenario amable, me sentía “chez moi”, es decir, en casa. Las caminatas nocturnas por la arteria principal, hacia aquel edificio con encanto del siglo XIX, antigua sede de una naviera, son recuerdo entrañable. Los buenos ratos pasados en el vestíbulo, haciendo consultas en los ordenadores del establecimiento; y el arroz del desayuno.
En Segovia, conocí a un personaje de leyenda, Jaime Alpens, quien, antiguo oficial del cuerpo referido, superviviente en Dien Bien Phu (1954), nos relató cómo los soldados franceses salieron en desbandada del infierno de aquella derrota, humillante para el flamante ejército francés. Según otro segoviano que le trató más, le costó Dios y ayuda salir del país.
Como en el torneo del K.O., Indochina quedó desgajada del imperio colonial en apenas una batalla. Libros sesudos explican aquella cita con la Historia, incluida la versión de puño y letra del general vietnamita victorioso. El reportero Manu Leguineche, autor de “La guerra de todos nosotros. Vietnam y Camboya (1948-1985)”, dedicó un capítulo entero al testimonio vertido por un militar español que estuvo en Dien Bien Phu. Ahí se comprende lo que pasó en aquella trampa mortal en medio de la jungla. Les recomiendo también una excelente cinta hispano-francesa de cine bélico, coproducida por Benito Perojo, sobre la guerra mantenida por los franceses, previa y menos conocida que la de los estadounidenses, titulada “Sangre en Indochina” (1965), donde se narra la desbandada de una patrulla.
Postdata: ahora, varado en Segovia, casi todos los días me acuerdo de aquel momento en el que escuché cómo mi padre dijo que yo estuve en la guerra de Vietnam. ¿Será cierto?