
Benigno Santiño Calleja (*)
Al principio éramos pobres. Luego seguimos siendo pobres hasta que en los años ochenta fuimos ligeramente ricos. Eso, la relativa abundancia, el poder disfrutar de un equipamiento nuevo y un entrenador de relumbrón que nos ayudó mucho un par de años, al final nos mató. Perdimos las esencias compartidas en nuestra pobreza y se desvirtuó el espíritu compartido del que desea dejar de serlo para aspirar a algo más, sin base para ello. Pero esa es otra historia. El canto del cisne.
Segovia era allá por los años cuarenta una ciudad pobre en un país pobre; no hay más que ver las fotos más antiguas donde los pioneros lucen unas delgadeces más propias del hambre que del régimen deportivo estricto. Éramos así. Más tarde llegamos otras generaciones de entusiastas, mejor alimentados y algo más musculados por el entrenamiento tipo “Agosti 1936” que se impartía en los colegios e institutos, y empezamos a tener algo de mejor pinta.
Juan José Martín García nos envió a Carlos Herranz y a mí a probar con el Imperio a ver si nos cogían. Éramos dos palillos de catorce años. En el Enrique Serichol nos encontramos a un tipo impresionante al que le salían músculos por todos los lados: Juan Prada.
Entre los dos (Carlos y yo) hacíamos un jugador pasable. Él, un “fino estilista” que no defendía un pimiento (dejó el baloncesto exactamente igual) y yo que me esforzaba en defender y rabotear lo que podía (el baloncesto me dejó a mí en el mismo punto). O sea, cubiertos de gloria y habiendo progresado mucho.
A partir del momento mencionado más arriba, la parte deportiva ya carece de interés para mí y no la voy a recordar porque para eso ya está el magnífico libro que acaba de publicar Juan Carlos Manrique. Si de alguna manera hubiera que titular nuestra carrera deportiva sería que `hicimos lo que pudimos´.
Lo que me interesa resaltar, no son los éxitos ni los fracasos, que de todo hubo, sino la escuela de vida que, al menos para mí, supuso jugar en el equipo, en los equipos, durante más de diez años. En los estatutos del Imperio no sé si habría alguna finalidad educacional, posiblemente no, por eso surgió espontáneamente y fue unánimemente seguida por todos. Lo importante del Club era la sensación de continuidad, de acogimiento, de formación compartida que durante años los mayores ejercían con nosotros, los más jóvenes. Y que cuando nosotros pasamos a ser los mayores, transmitimos a las nuevas remesas de jugadores que se iban incorporando.
Mis amigos de entonces siguen siendo mis amigos de hoy. Tengo amigos nuevos, claro está, pero de los que me fío de verdad, es de aquellos; por los que no me mueve ningún interés ni les mueve algo que no sea el cariño mutuo. Tanto es así que entre nosotros hay hasta quince años de diferencia. Esta sensación, reconocida por todos nosotros, de transmisión de un cierto legado, de una manera de ser, es lo más importante que hemos hecho y, todo ello, sin que hubiera un propósito de hacerlo; simplemente por observación e imitación de lo que habían hecho con nosotros. Cuando con catorce o quince años ves a gente que admiras y son tus referentes, pasear por la calle Real con sus novias y comprobar cómo se conducen, tomas nota de cómo funciona el mundo adulto. Aprendes a comportarte porque una mirada de reproche de esa gente te causa más impresión que la de tus propios padres. Escuchas las conversaciones en los vestuarios, tomas nota de los gestos y las actitudes, en los buenos momentos y en los malos. Si Zoco, Chema, Flavio, etc. te sacudían en los entrenamientos, aprendías que en la vida hay jerarquías que tienes que respetar, que es su momento y el tuyo ya llegará. Cuando, por ley de vida, eres tú quien da el codazo o pones el tapón y ellos, entre admirados y sorprendidos, te sonríen y te jalean, sientes que estás en el buen camino.
En la escuela de la vida, en el Imperio, siempre nos hemos acogido unos a otros con curiosidad y simpatía. Cómo olvidar las tertulias de las terrazas de La Plaza, después de cenar, con Barroso y Asun, a los que les contabas tus cosas y al día siguiente compartías los minutos de juego en el Serichol.
Hace unos días comentaba con Juan Pascual Manzano que él y otros más como Paco Martín, Pocholo y Paco Monjas, tendrían que estar en la cárcel por habernos invitado a tantas cañas de cerveza en Las Cuevas de Duque, siendo nosotros menores de edad. Tranquilos que está todo prescrito. En Las Cuevas, en nuestra casa. Ellos también contribuían a nuestra formación adulta. Seguimos yendo a comer con frecuencia con Goyo, a su restaurante de La Portada de Mediodía, en Torrecaballeros, porque cada vez que nos vemos es como si no hubiera pasado el tiempo y ahí está nuestra foto de equipo junto a nuestros reyes: Juan Carlos I y Felipe VI. ¡Ahí es nada!
Había discusiones, peleas, `golpes de estado´, claro. La vida, durante tantos años nos ha ido moldeando a todos. Aprendimos a querernos y a perdonarnos y a mantener unos vínculos por encima del tiempo y los avatares y los períodos de alejamiento profesional y familiar, pero siempre presentes.
Seguimos respetando a nuestro entrenador de siempre: Juan Pascual Manzano, quien, con todos sus defectos, siempre estuvo ahí, en los buenos y malos momentos. Por eso hoy, con casi ochenta y ocho años y viviendo en una residencia de Cantimpalos, sigue recibiendo nuestras visitas mensuales (y porque luego nos vamos a comer un cuartito donde Goyo, que todo hay que decirlo). Nosotros nos sentimos gratificados al hacerlo y él, a quien conocemos de sobra, también, aunque no lo demuestre mucho. Nos regaña a veces, presume de acordarse de las cosas mejor que nosotros (cierto) y, en el fondo, se siente orgulloso cuando las auxiliares le dicen eso de que “ lo que le quieren a usted, Juan, esos señores tan altos y guapos”. ¡Ya ves tú! llamarnos señores a nosotros que solo tenemos casi setenta años!
P.D.
Nuestra historia deportiva la escribía cada dos semanas, desde el quiosco de prensa del Azoguejo, el hermano pequeño de `los Barreno´. Cuando nos veía bajar del autobús preguntaba: “¿Santiño, que habéis hecho?”. Yo bajaba el dedo en señal de derrota y el c…. se sonreía. Un día que ganamos en Madrid nos fuimos todos en tropel al quiosco y preguntamos por él, para que se fastidiase…, pero ese día no había venido así que nos encogimos de hombros y, como un sólo hombre, nos fuimos a Las Cuevas a tomar una caña.
—
(*) Escritor y exjugador del Club Imperio.