El cachondeo de la renovacion judicial

Se atribuye a Pedro Pacheco, alcalde que fue de Jerez de la Frontera, la afirmación de que la Justicia es un cachondeo, contrariado porque una sentencia impidiera la demolición parcial del chalet de Bertín Osborne. La broma le llevó al banquillo en diciembre de 1986, siendo condenado a seis años de inhabilitación, no por la frase en sí, que no tiene materia punitiva, pero sÍ por añadir después que jueces y abogados defensores estaban conchabados. No fue el único problema judicial al que tuvo que enfrentarse, no tanto por su incontinencia verbal, sino por la comisión de otros hechos delictivos que no viene al caso mencionar ahora.

Aquella frase que advertía de la poca seriedad de la justicia tuvo gran calado popular, pues venía abonada por dos accidentes tipográficos que habían llegado a despertar tamaña hilaridad entre los mortales. Fueron dos erratas padecidas en el BOE y en días diferentes, las que alimentaron esta sensación. Por efecto de la primera el máximo órgano del gobierno de los jueces pasó a convertirse en el Conejo General del Poder Judicial; mientras que en la segunda se cambiaba sin pudor alguno la “p” del Poder por una “j”. Si se juntaban ambas el pitorreo estaba servido: El Conejo Genera del Joder Judicial. Que el jocoso lector que esto lea, saque sus propias conclusiones, seguramente menos burdas que las que a uno le vienen a su retorcida mente.

Reconozco que no es seria aquella broma, ninguna lo es, pero menos gracia tiene aún que se lleve tanto tiempo sin renovar el órgano de gobierno de los jueces, pasándose la pelota de unos a otros. Que se haya superado con creces el mandato de cinco años fijado expresamente en el artículo 122 de la Constitución, sin haberse producido aquella renovación no debería ser una cuestión que pueda ser tomada a risa, porque afecta seriamente al ejercicio de uno de los poderes fundamentales del estado de derecho y a la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas.

No vamos a entrar en este artículo de quién es la culpa de que no se haya podido producir esta renovación. En todo caso y por desgracia, es otro apunte más que habrá de anotarse en el debe de nuestros representantes, que ya estamos resignados a que antepongan los intereses particulares de sus respectivas formaciones políticas por encima del funcionamiento ordinario de las instituciones.
¿Y cómo se regula en nuestro país el gobierno de los jueces?, el tercer pilar en el que se apoya la conocida división de poderes que Montesquie se sacara un buen día de la manga, con el fin de garantizar el funcionamiento efectivo de los sistemas democráticos. Pues aquí puede que sea donde esté focalizada la madre del cordero. El invento del señor de la Brède y barón de Montesquie se basaba en el equilibrio de pesos y contrapesos en la actuación de su famosa terna fáctica: El legislativo, hace las leyes; el gobierno las ejecuta y los jueces las controlan y aplican. Pero para que estos últimos puedan llevar a cabo su labor con absoluta imparcialidad se requieren que se sientan libres e independientes y poca independencia se les puede exigir si para llegar a formar parte de su órgano de gobierno tienen que decantarse o permitir que se les coloque sobre la toga la etiqueta de progresistas o de conservadores, sabiendo que si resultan elegidos deberán el favor al sector político que les haya aupado hasta el sillón del Consejo. Recordar que de los veinte miembros del mismo cuatro son designados por el Congreso y otros cuatro por el Senado.

Andrés Trapiello, en su columna del diario El Mundo de hace unos días, atribuía esta forma de elección de los jueces a la desconfianza que les producía a los socialistas y más en concreto a Felipe González, la procedencia franquista de los que ejercían la judicatura en el inicio de la transición, y que por esta causa se sacaron de la manga la Ley Orgánica 6/1985 de 1 de julio, antes de que se agotara la primera legislatura en la que el PSOE ostentaba la mayoría absoluta de las dos Cámaras legislativas, en donde quedó consolidada las previsiones ya contenidas al respecto en el texto constitucional de 1978, ampliamente consensuado, como todo sabemos, por lo que me parece excesivo atribuir este hecho a una opción política determinada. De cualquier forma, quedaba así subordinado el poder judicial al órgano legislativo, que todos sabemos que en la práctica no es más que la correa de transmisión de las decisiones del poder ejecutivo, es decir, del gobierno y este a su vez, como acontece en estos momentos, preso de la intolerancia radical de las minorías que le sustentan y enfrentado sin solución de continuidad a una oposición a la que no está dispuesto a ceder concesión alguna. A Montesquieu hace ya tiempo que se le enterró.

Con este panorama el control de las instituciones judiciales, especialmente el Constitucional y el Supremo, son juguetes en el mercado de pactos, contrapactos, concesiones y contraprestaciones, puestas de manifiesto en el tablero del juego político. Si no resulta posible, al menos de momento, devolver a los jueces la independencia que precisan para que puedan repartir la justicia que debe serles exigida, al menos que no se conviertan por mor de la inacción de los otros poderes estales en el hazmerreír del sistema, puesto que quedaría socavado el pilar fundamental de nuestro estado de derecho y que acabaría arrastrando en su caída a los que no son capaces de ponerse de acuerdo para evitarlo, sean estos gobernantes u opositores.