El agua, la sangre y el Espíritu

El segundo domingo de Pascua, fiesta de la Misericordia Divina por decisión de san Juan Pablo II, era llamado desde antiguo domingo «in albis» (en vestidos blancos) como referencia a las vestiduras blancas que llevaban los bautizados en la Vigilia Pascual. Hoy leemos las dos apariciones del Resucitado a los apóstoles. En la primera de ellas, Jesús, después de mostrarles las manos y el costado para identificarse como el Crucificado, los envía como el Padre lo envió a Él, y realiza un expresivo gesto: sopla sobre ellos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). Con el gesto de soplar expresa el don del Espíritu vivificante, como hizo Dios con Adán y el profeta Ezequiel en la visión del campo lleno de huesos secos. Jesús se muestra como el Dios de la vida, que otorga a los apóstoles la capacidad de perdonar los pecados, acto supremo de la misericordia de Dios. En virtud de la Resurrección, la carne de Jesús se convierte en cauce de la vida divina que alcanzará a todo hombre que confiese a Jesús como Señor. Así lo recuerda la primera carta de Juan: «Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios» (1 Jn 5,1).

Se cumple, por tanto, lo que Jesús había dicho a Nicodemo: que era preciso nacer de nuevo, del agua y del Espíritu. Esto significa la Pascua: un nuevo nacimiento en una nueva creación. Por eso, en la Vigilia Pascual se bautiza a los catecúmenos y se les reviste con una vestidura blanca, signo de la santidad y belleza de la nueva creación. El perdón de los pecados dado a los apóstoles por Jesús es la misericordia divina que brota a raudales de su humanidad gloriosa. Acoger con sencillez y gratitud este don es lo más decisivo de la fe, en cuanto reconocimiento de que Cristo es el Señor de la vida por su muerte y resurrección.

Jesús había prometido que daría el agua viva del Espíritu. Y había anunciado que su sangre sería para el perdón de los pecados. El agua y la sangre, junto al Espíritu, son los signos de la acción de Dios, como se dice en esta perfecta síntesis de la redención de Cristo: «Este es el que vino por el agua y la sangre: Jesucristo. No solo en el agua, sino en el agua y en la sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad» (1 Jn 5,6). El agua del bautismo y la sangre de la Eucaristía, por la acción de Espíritu, nos convierten en propiedad de Dios. Le pertenecemos totalmente, y al ser de él, vencemos a la muerte y al pecado, porque Dios nos guarda.

En una segunda aparición, Tomás, ausente en la primera, se convierte en el destinatario de las palabras de Jesús que le invita a tocar sus llagas, como había pedido Tomás para poder creer.

Esta conmovedora escena viene a mostrar, a cuantos como Tomás quieren ver para creer, que Jesús no es un fantasma, ni un holograma (diríamos hoy) fruto de nuestra imaginación o de la técnica.

Es el mismo que murió en la cruz. Tomás se rinde ante la evidencia de la carne glorificada de Cristo. No sabemos si llegó a meter su dedo en el agujero de sus manos, y la mano en su costado.

Sabemos, sin embargo, que creyó con el mandato de Cristo —«deja de ser incrédulo y cree»—, y esta misericordia que Jesús tuvo con él es, para los hombres de todos los tiempos, una «prueba» de su resurrección y una invitación a postrarnos ante él, como hizo Tomás, y hacer una de las más sencillas y bellas confesiones de fe que conocemos: «¡Señor mío y Dios mío!». Si hay alguien que aún duda de la misericordia de Dios es que quizás no se ha postrado nunca de rodillas para reconocer que solo el amor es digno de fe.

* Obispo de Segovia.