Eduardo Juárez – Las llamas comuneras

No me gusta escribir sobre los comuneros. Es una máxima que he mantenido durante los últimos años, a pesar de las insistencias de muchos de mis lectores y oyentes. No me gusta, sencillamente, por el grado de tergiversación y desconocimiento al que ha llegado uno de los momentos capitales del paso de la Edad Media a la Moderna. Aún recuerdo como ejemplo de ello, hace ya algunos años, que compartí mesa y mantel con la entonces presidente de las Cortes de Castilla y León, Silvia Clemente, en la Gran Judiada de las Fiesta de San Luis. Entre judiones, vino y dulzainas, le hice saber el pesar que la no presencia del pendón comunero de Villalar, ni en la sede parlamentaria del Palacio de Fuensaldaña ni el edificio actual, me producía. Rápidamente pude comprobar por su expresión que nada sabía de aquel viejo pendón custodiado en la capilla de los Maldonado del claustro de la catedral vieja de Salamanca. Ni ella, ni ninguno de sus predecesores, aquellos que establecieron el día del ajusticiamiento de los Capitanes Comuneros como fiesta de la comunidad autónoma. El viejo pendón, chamuscado en uno de sus vértices, languidece en su olvido con el color bermejo de la sangre castellana y no morado, por cierto, esperando a que alguien rescate su justa y veraz memoria. Y es por ello, queridos lectores, que, a pesar de mis resquemores, me he decidido a escribir al respecto.

En primer lugar, comprender lo que significó la Guerra de las Comunidades nos obliga a reflexionar acerca de la lucha que la monarquía desarrolló desde mediados del siglo XIV con el poder de las ciudades que ellos mismos habían alimentado, sustentando el poder de los concejos como camino esencial para la lucha, conquista y repoblación de los territorios dominados por los musulmanes. Alfonso XI ya vio la necesidad de acortar aquellas garantías disfrutadas por las ciudades que obligaban a los monarcas a someterse a las leyes de la ciudad para garantizar su paso, como le ocurriría a Juan II en aquel sonado cierre de puertas que tan bien conoce mi querido amigo y gran medievalista, Francisco de Paula Cañas. Que nadie se engañe: la construcción del estado moderno se hizo, en parte, sobre las ruinas del poder de las ciudades o comunidades de villa y tierra, de ahí el nombre dado a la disidencia y posterior revolución acaecida durante el reinado de Carlos I, usurpador del trono de Castilla como antes lo habían sido su señor padre y abuelo. De modo que la rebelión de las comunidades fue una reacción ante el centralismo del rey y la pérdida de poder por parte de las oligarquías locales, ejemplarizadas por los caballeros villanos, quienes copaban el poder en los concejos desvirtuados por las leyes promulgadas sucesivamente desde Alfonso XI hasta Isabel I.

Aún así, como toda rebelión, revolución, motín, asonada o como quieran llamarlo que, iniciada por la oligarquía o la burguesía, necesita apoyarse en el pueblo para lograr el éxito requerido, acaba por tener un reintegro muy malo para sus intereses originales. En efecto, los comuneros de partida, oligarcas pertenecientes a esa nobleza baja villana que había visto cómo sus recursos económicos eran empleados por el rey para comprar votos y favores políticos en Europa que sólo beneficiaban a su persona, se enrocaron en una especie de revuelta señoril que impidiera el llamado mal gobierno y el uso equivocado de los recursos. Obviamente, cuando se implicó al pueblo para lograr músculo en el enfrentamiento militar, el movimiento cambió de dirección hacia la liberación del pueblo llano de aquella esclavitud en la que vivía, pagando impuestos en exclusiva y sin derecho político alguno. Fue entonces cuando surgió el lema “Nadie es más que Nadie” y la aprobación de la Ley Perpetua de Ávila, germen de lo que podría haber sido la primera constitución de la historia, como bien me recuerda Rubén Fernández Maroto. Aprobada en 1520, sus acuerdos afectaban a la Corona de Castilla, no sólo a los reinos de Castilla y León, como cree una buena parte de españoles. De hecho, esta ley se creó vigente para toda la Corona, esto es, Castilla, León, Asturias, Galicia, Cantabria, Extremadura, Andalucía, Murcia, Toledo, Cuenca, Ciudad Real, Albacete, Guadalajara, Canarias, las plazas africanas y, que no se nos olvide, los territorios de América. Es por eso que la reacción de la monarquía fue tan atroz, empleando los recursos existentes para borrar de la existencia el recuerdo de este movimiento, dejándolo en el limbo del desconocimiento y la invención mitológica.

Quizá por ello, este recuerdo ha sido ocupado y fagocitado por cuantos han querido en los últimos casi quinientos años. Desde románticos y republicanos, hasta regionalistas, nacionalistas y, sorprendentemente, comunistas. Pocos de ellos parecen saber que los comuneros, los capitanes ajusticiados, eran monárquicos. De no ser así, no se entendería la visita de Juan Padilla a la reina Doña Juana en su encierro para que se hiciera cargo del trono, deponiendo a su hijo. Supongo que la pobre doña Juana debió ahogar una risa frustrada ante aquel caballero representante de las ciudades que habían apoyado la usurpación de su trono por parte del maldito borgoñón y su padre desnaturalizado. En cuanto a los que confunden comunismo y comuneros, en fin, decirles que Juan Bravo, Maldonado y el mismo Padilla, los habrían perseguido hasta la exterminación de haber coincidido en el tiempo, garantes y defensores como eran de sus privilegios, razón de su revuelta, y de la propiedad privada ganada con el esfuerzo de sus antepasados.

Sea como fuere, a todos los que estas líneas alcancen a leer, les recomendaría un poco de lectura, de retrospección hacia la Historia y no caer en la propaganda oportunista. Que la revuelta comunera, la segunda, la del pueblo, fue y es el canto de esperanza que, gracias al Nuevo Mester de Juglaría, cada año resuena el 23 de abril en nuestras cabezas el poema de Luis López Álvarez, recordándonos que esa frustración provocada por la injusticia y el mal gobierno es aquella que nunca hemos podido socavar en este Santo País, como bien supieron valencianos, catalanes y mallorquines con el caso de las Germanías un par de años más tarde, hoy prácticamente olvidada; frustración que me ha impedido estos años hablar, discutir y escribir sobre un momento histórico más, perdido para la libertad de esta nación, mientras las llamas comuneras consumen mi corazón.


(*) Cronista del Real Sitio.