Eduardo Calvo – La casa de Antonio Machado

Visité la casa de Antonio Machado en Segovia allá por abril, en campaña electoral y en compañía de Paco Igea y otros afiliados de Ciudadanos. Paco había venido a echar una mano. Recuerdo el ‘canutazo’ en la Plaza Mayor; recuerdo que las pasé canutas, de frío. Nos resguardamos en la casa de Machado. Entré un poco en calor, me puse a curiosear. Hallé publicidad de una antigua representación teatral del poeta; en ella había participado como actor mi tío abuelo Ricardo Calvo. Me vino a la memoria un artículo destemplado de Juan Ramón Jiménez: calificaba a mi tío Ricardo de “actor empalagoso”. Al parecer Antonio Machado lo había llevado a casa de Juan Ramón para que le demostrase cómo debían recitarse rectamente sus versos, los versos de Juan Ramón. Mi tío abuelo Ricardo y mi abuelo Rafael tuvieron amistad con los hermanos Machado. Manuel le dedicó a Ricardo un libro de versos que conservo. En casa éramos machadianos. En el mundo del toro, “gallistas”, de Rafael el Gallo y de Joselito. Por llevar la contraria y sin haber visto torear a ninguno, pronto decidí que Rafael el Gallo y Joselito me traían al fresco. Me incliné por Belmonte. Influyó la biografía de Cháves Nogales: “Juan Belmonte, matador de toros”. Influyó un poema fúnebre de Gerardo Diego, cerrado con un verso tremendo: “Apiádate Señor de Juan Belmonte”. La propia muerte del torero, ya viejo, acontecida por su propia mano, me despertaba un mejor aprecio. El motivo por el que preferí al muy antipático Juan Ramón Jiménez antes que a los afables hermanos Machado no fue contrariar a mi familia. Me escudé en Borges, que los ninguneaba, muy especialmente a Antonio. En mi caso Borges era el pretexto. Antonio Machado me irritaba por sus versos, por cuatro malditos versos.

Antonio Machado y Manuel Machado fueron separados y enfrentados por la guerra civil, como sucedió con muchas familias españolas, también la mía. Mi tío Luis y Eduardo, mi padre, ingresaron en la primera Falange, muy a comienzos del año treinta y cinco. Su hermanastro, el también actor Pepe Calvo, dejó los estudios de Medicina para dedicarse al teatro, antes se había alistado con los anarquistas de la CNT. Fueron anarquistas quienes apresaron a mi tío Luis al inicio de la contienda. Aparte de dirimir reyertas callejeras, Luis Calvo practicaba el boxeo. Un miliciano grande y patilludo, con dos pistolas al cinto, se presentó ante mi abuelo; era de la CNT, y amigo del recluso, con quien había compartido gimnasio y cuadrilátero. “Don Rafael, tengo un salvoconducto para Luis”. Libraron a mi tío de la cárcel, del paredón probablemente. Se refugió en una embajada, logró pasarse a los rebeldes. A mi padre un grupo de milicianos lo subió a una camioneta, le dieron una vuelta por Madrid. Uno de ellos desvió un bayonetazo que le tiró otro más exaltado: “Déjale que es solo un niño”. Mi padre contaba diecisiete años. No sé si venía de una reunión clandestina; lo salvó su corta edad, lo subieron al camión porque llevaba corbata. Mi padre hizo la guerra en el Ejército Republicano, junto al Hospital Clínico. Sirvió como camillero. Socorrió a sus enemigos y no disparó contra sus afines. Lo recuerdo desdeñoso con Franco y entusiasta para con todo lo que viniese de Inglaterra, lores, comunes, reina y reina madre incluidos. Cuando la policía vino a nuestra casa, en enero de 1969, bregó con ellos sin aspavientos. Mi tía Adriana, la menor de los hermanos, se interesó por los modales de aquellos señores que pretendían echarme el guante. Mi padre no les concedió mayor importancia: “Igual que los milicianos que se llevaron a Luis, ese tipo de gente”. El hermano de mi abuelo era un fogoso militante de UGT. Anticlerical, fanfarrón y bromista. Casado con una mujer beata, entretenía el insomnio profiriendo palabras gruesas, alguna blasfemia intercalaría. Cuando la esposa protestaba y redoblaba los rezos, atinaba a disculparse: “Y qué quieres que diga, las dos de la madrugada y aún no ha caído una puta bomba”. Por supuesto, lo mató una bomba. Cuando murió mi tío abuelo Ricardo, instalaron su capilla ardiente en el teatro Español de Madrid. Hasta allí se llegó Fraga Iribarne, entonces ministro de la Dictadura. Se inclinó respetuosamente ante el difunto. Es posible que ignorase que el hombre cuya muerte honraba pasó en vida por las cárceles de los vencedores, acusado de una pretendida vinculación con la masonería. No sé si ese vínculo existió. Mi bisabuelo, Luis Calvo Revilla, fue escritor, autor de teatro sobre todo, cronista oficial de la villa de Madrid. Fue también un alto grado de la masonería. Tales orientaciones no llegaron a sus hijos; tal vez alcanzasen al sobrino.

Mi abuelo Rafael sufrió el asedio al que fue sometido el Madrid republicano. Hacía teatro, le daban unos vales para comer en un restaurante; le regalaban las sobras para un perro pastor alemán que tenían en casa. Escaseó la comida. Hambrienta y niña, mi tía Adriana compartía secretamente las sobras del perro. Mi abuelo empezó la guerra afiliado a Izquierda Republicana, el partido de Azaña. Al final deseaba que entrasen las tropas de Franco. Acompañado por sus hijos falangistas, intercedió por la libertad de Ricardo Calvo. En casa ya habían quemado todo vestigio -lienzos, emblemas- que pudiese referir a los masones. Mi tío Pepe Calvo, como ya he dicho hermanastro de mi padre, acabó siendo un actor bien considerado. Tuvo compañía de teatro propia, trabajó en el cine a las órdenes de Buñuel y Sergio Leone. Su carrera de actor se reinicia sobre las tablas a finales de los años cuarenta. Su primera película data de 1952. Pasó casi diez años represaliado por su condición de anarquista. En teoría, nuestra familia perteneció al bando de los vencedores. Curiosamente a uno de los nuestros lo mató una bomba nuestra. Otros dos de los nuestros probaron nuestros presidios. Si eso es ganar una guerra que venga Dios y lo vea. En las guerras civiles hay vencidos y vencidos, en distintos grados. Es difícil distinguir a los vencedores en una ignominia semejante. A mediados de los sesenta los comunistas españoles propugnaron la reconciliación y enterraron la guerra civil. No eran demócratas -no lo éramos- pero mucho hicieron por la democracia y sería indecente no reconocerlo. Los cuatro versos que me llevaron a aborrecer la poesía de Antonio Machado son atroces: “Españolito que vienes/ al mundo te guarde Dios/ Una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón”. Son versos terribles y premonitorios; escritos tempranamente, en 1912, prefiguraban la tragedia. Cincelaron una verdad abominable.

El transcurso de las hostilidades influyó literariamente en los hermanos Machado de muy distinta manera. Languideció Manuel. Su adhesión a los sublevados le llevó a honrar a José Antonio Primo de Rivera con algún soneto desganado. Empeora cuando exalta al General; cierra una de sus composiciones con un verso -“La sonrisa de Franco resplandece”- que a mi juicio roza el ridículo. Antonio Machado dejó que su voz sonase con mayor gravedad. Escribe uno de sus grandes poemas motivado por al arrojo del comunista Enrique Lister en medio de la batalla del rio Ebro. “Tu carta, heroico Lister, me consuela/ de esta, que pesa en mí, carne de muerte”. Hay un reflejo De Francisco de Aldana, bravo artillero en Italia y San Quintín, y magnífico poeta. Gracias a la armadura del soneto, se ciñe Antonio Machado con justeza. Concluyen el poema dos versos memorables: “Si mi pluma valiese tu pistola / de capitán contento moriría”. He gastado buenamente diecisiete años fuera de España. De lejos, cada cosa requiere otra mirada. Escuché la guerra infame en boca de mis padres, de mis abuelos. Ese horror que ellos vivieron he comprendido que no retornará. Ya no temo los versos feroces del joven Antonio Machado, los malditos cuatro versos. No hay dos Españas. Una inmensa mayoría de españoles, piensen cómo piensen, impedirá que esos versos de nuevo se cumplan. Me he cruzado con mis adversarios en el Congreso: en los ascensores, los pasillos, la cafetería. Les he oído intervenir en las sesiones. Intuyo que son muy capaces de sorprenderme -no necesariamente para bien- y hasta de aburrirme. Llegado el caso les corresponderé tal vez con igual moneda, qué le vamos a hacer. Ninguno busca helarme el corazón; yo a ellos tampoco. Libre de prejuicios, retomo la lectura de Antonio Machado. Es muy buen poeta.


(*) Diputado nacional de Ciudadanos por Segovia.