Drazen

El genio de Šibenik lanzó a canasta por última vez hace ahora tres décadas. Tenía 28 años cuando falleció como uno de los jugadores más extraordinarios que yo haya visto – en televisión, por desgracia – sobre una cancha de baloncesto. Era un provocador. Y un competidor extraordinario. Y un chulo. Y un anotador compulsivo forjado en interminables sesiones de tiro a cualquier hora del día o de la noche. Era Dražen Petrovic. Siempre en mi equipo.
Es difícil de imaginar el impacto deportivo – y extradeportivo – que tendría Petrovic en la actualidad. Con sus virtudes y sus defectos, con el odio visceral que generaba entre sus rivales de dentro y fuera de la cancha y con el fervor de sus admiradores. Un cóctel de difícil mezcla que añadir a una exposición como la que brindan ahora las redes sociales.
Veo pocos jugadores que me recuerden a Petrovic, quizá porque se movía en una anarquía difícil de gestionar por un entrenador en un deporte ahora tan encorsetado tácticamente. No se aplicaba en defensa – pecado mortal en Europa – y aunque podía ser generoso cuando quería, era un finalizador nato. Independientemente de que los partidos estuvieran resueltos. Pese a ello o quizá por todo ello Petrovic es, para mí, indiscutible en el quinteto ideal histórico del viejo continente.
Guardo como un tesoro dos regalos que me trajeron mis queridos César y Félix del museo que a la memoria de Dražen erigió su familia en Zagreb: una equipación de la Cibona y una postal. La camiseta no me la pongo por no tener que lavarla y que pueda deteriorarse, y la postal está protegida para que no se arrugue. Vaya amigos que tengo.