
Aferrarse fuerte a los que se quiere es muy de este tiempo de tribulación. Lo que nos rodea, por cercano y accesible, recibe menos atención habitualmente cuando la angustia no acecha. Prioridad, prisa, tanto abarcar… y al final no reparas en que lo mejor puede ser lo más cercano. A todos los que hemos vivido en Madrid por años nos pasaba algo así con los museos. Como teníamos tan cerca el del Prado pues íbamos relativamente poco. Mucho más fácil coger un avión un porrón de horas y visitar —allá— la pinacoteca que sea. Que no está mal, por supuesto, pero que cogiendo el autobús, o dando un paseo, teníamos varios museos y ahí estaban abiertitos (para los extranjeros en una buena medida). Hasta que te plantas y comienzas un viaje interior, una introspección que es la de tu país, de tu ciudad, de tu familia y llegas a ti mismo, que a veces nos tenemos un poco descuidados.
El confinamiento, lo han dicho muchos, ha sido así. Un acercamiento a los más cercanos (si me permiten el juego). Tiempo de recuperación. Charlas por teléfono pausadas, extensas, con los ojos cerrados para poder ver bien al otro y sentirle. Se recuperan con intensidad, aunque breve, sentimientos pretéritos.
En algún momento, buscando parientes queridos con los que frotarme eché mano a los libros. A esos que descansan por casa y adonde no llega el trapo del polvo, que están escondidos porque carecen de actualidad, pero que son libros capitales en una existencia porque casi se puede recordar cada página dónde y cuándo fue leída. Sí, los he recuperado. Todos los que he podido, los que no saqué de aquella biblioteca y tuve que devolver pensando que ya me dieron todo lo que me podían dar (lástima haber gastado algo menos en futbolines y algo más en libros) como ocurrió con La Guerra del Fin del Mundo de Vargas Llosa (cuánto he lamentado no volver a tener esa edición de tapas rojas tan gastadas). Esos libros, ahora, los que están en casa, me los he acercado, nos llevamos bien, nos echábamos de menos. Yo tengo algo de ellos, y ellos algo de mí también. Nos acomodamos el uno al otro como buena pareja y ahora nos apetecía volver a estar cerca y recordar. Están también a modo de botiquín para pequeñas curas cuando la melancolía desgarra un poco más de la cuenta.
Al abrirlos, de entre sus líneas surgen aromas frescos de playas del Levante, de piedras sabias y húmedas en la Plaza del Obradoiro, de pinarillos de los de por aquí, a siestas sin fin… Uno de esos días, colocando y olisqueando libros levanté la cabeza y reparé en que fuimos muy libres…, pero no lo sabíamos.
Pues eso, rebuscando en la librería apareció el señor Gerald Brenan, Don Geraldo para los vecinos de Alhaurín el Grande, donde pasó los últimos tiempos entre otros lugares de las sierras de Málaga y Granada.
Gerald Brenan fue un buen hispanista, quizá no de tanta notoriedad como sus “herederos” Paul Preston o Hugh Thomas, pero analista de gran perspicacia. Dan confianza estos hispanistas ingleses a los que poco cuesta, desde su flema, observar a los locales y llegar a opiniones asépticas de todo punto imposibles para nosotros.
Gerald Brenan me influyó durante años, y tras leer Al Sur de Granada y El Laberinto Español me regalaron su Memoria Personal 1920 – 1975 en donde en primera persona habla de lo español y de él. Inglés hasta el último extremo era en sí mismo una embajada ambulante de Inglaterra en las aldeas de Málaga o Granada o de los cerros de la Alpujarra que recorría. Representaba la idea máxima de un colonialismo decadente desde su capacidad para tomar distancia y acercarse a su vez a las realidades. Fue viajero impenitente mientras tuvo fuerzas y ya a los 17 años de edad se marchó con su amigo John Hope —Johnstone— y se presentó caminando en Bosnia. Volvió a Inglaterra, participó en la 1ª Guerra Mundial y tras acabarla y con lo ganado buscó un lugar económico para vivir —dado que no se veía capacitado para profesión convencional alguna— y España lo era. Supongo que le sonó bien Granada por la fascinación que ejerció sobre varios movimientos literarios Las Leyendas de la Alhambra que escribió Washington Irving no tanto tiempo atrás.
Tras un fracasado intento de encontrar casa no lejos de Granada se fue alejando en la búsqueda de vivienda hasta aparecer por la aldea de Yegen en donde, incómodo al principio, se fue encontrando cada vez más a gusto integrándose a su manera en la vida local. Eso sí, echaba de menos la falta de una clase alta en la población con los que llevar vida de clase alta (¡¡¡!!!). Importante, el censo INE de la población a 2018 es de 396 habitantes. Ignoro la población que tendría previa a la Guerra Civil.
A partir de esta primera estancia convirtió el pueblo en centro de su actividad y tras viajes a diferentes ciudades siempre volvía. Posteriormente vivió en Sevilla y Churriana.
Don Geraldo leyó, observó, vivió España y su guerra y reflexionó sobre ella como buen inglés elitista con distancia y sin apasionamientos y llegó a la conclusión de que nuestra guerra civil era perfectamente evitable. Intereses de toda índole forzaron el enfrentamiento.
Otro par de conclusiones hacen ver la claridad de su visión y lamentablemente la actualidad de ellas, la cual no cesa: “los españoles para vivir como desean tienen que librarse de un adversario”. Y también “que todos los que no estén de acuerdo con ellos (no especifica si se trata de local o extranjero) son necesariamente perversos y, en consecuencia, han de ser aplastados.”
No aprendemos. La confrontación por encima de todo y cuanto más cerca esté el enemigo pues mejor.