
Volvía, tras visita debida y deleitosa de la exposición con motivo del 100 aniversario del nacimiento de Don Miguel Delibes Setién. Cabe felicitar a su comisario Jesús Marchamalo. La figura de Don Miguel en su modesta gigante dimensión queda bien narrada. Me quedo con esas grandes fotos en blanco y negro en donde su mirada derrama a la par melancolía y sinceridad, así como la mesa en la que trabajó. Austera, fuerte, desgastada por el tiempo y por el uso. La mesa de Miguel Delibes.
En el entorno recogido de luz tenue que tiene la exposición es fácil recogerse en uno e imaginar al personaje, su valentía literaria desde joven para hacer brillar lo cotidiano, la vida del campo y sus gentes, la introspección a la que somete a la mayoría de sus personajes, sean niños o adultos y, por encima de todo, convivir con el “ángulo sombrío” connatural a él. Y apreciar cómo el éxito y el reconocimiento le fue llegando con la serenidad del que iba a hacer lo mismo de todas formas. Las cosas llegan cuando tienen que llegar.
Y con estas nubes en la cabeza caminaba hacia otros menesteres y me dio la hora exacta de entrar en un bar a tomar un café y allí estaba sentado Don Alejandro, caballero de buen aspecto, como del barrio incluso del mismo portal, de unos setenta y tantos de edad yo diría que más vividos que trabajados, que a veces no es fácil adivinar la diferencia así en un primer vistazo. Apenas había otras dos o tres personas sentadas, cada una en sus afanes, una de ellas Don Alejandro (nombre que supe porque así le llamaba la camarera al otro lado de la barra) de quien se colegía que era de visita más que diaria al negocio por la familiaridad del trato. También, por la forma de llevar la mascarilla, la cual brillaba por su ausencia, pude entrever que es de los que resignan pero no asimilan lo que está ocurriendo.
Yo pregunté, embozado, a la camarera dónde podría sentarme de forma que quedara garantizada la distancia social. Don Alejandro, amablemente, ofrecía su mesa y silla pegadas al escaparate arguyendo que salía a fumar y se marchaba. La camarera desde la barra ya me dijo que primero tenía que ir ella a desinfectar lo que Don Alejandro recibió con mirada de perplejidad. Don Alejandro está definitivamente en otro tempo y lo de ir a fumar era simplemente pedir un pitillo a la camarera del bar, recordando a la camarera que en su casa “no le dejaban fumar”. Salió a la calle, justo delante del escaparate del bar. El que escribe se sentó en otra mesa y el señor ya en la calle buscaba el sol y disfrutaba algo desaliñado de ese momento de la mañana. Yo tenía previsto repasar la prensa aunque el buen señor me distrajo.
Acabó el cigarro y Don Alejandro ataca de nuevo entrando al bar y le pide a la camarera la cuenta y también le pide una mascarilla porque decía “que se le habían olvidado en casa”. La camarera le dió un par de ellas (por cierto, de las buenas) y el caballero le dijo “guárdame ésta que luego vuelvo”.
Esta pandemia nos ha puesto tantas cosas patas arriba, y hay, debe haber, por todas partes tipos indómitos como Don Alejandro que han decidido que estos cambios de vida, estas exigencias, tanta noticia y alarma les vienen grandes y no las incorporan bien. Por la edad habrá pasado en juventud los rigores de una postguerra, pero a esta edad se le veía ya muy justo como para admitir más fatigas.
En fin, a todos ellos que no les falte un bar de cabecera con todos los primeros auxilios…