
Decía Tomás Urrialde que el judión es una papilonácea porque sus hojas se parecen a las mariposas; sus semillas, en cambio, tienen forma de riñón y como es comida, más que de pobres, de hambrientos, “comer judiones” significa “aceptar con resignación la condición de pobres solemnes”; porque “los alimentos que comemos nos definen”. Nos lo cuenta Ignacio Sanz en un libro que quiero recomendar: El judión de La Granja. En él aparece Urrialde que era, según parece, un “ratón de biblioteca” y asegura que el judión procede de Chile, a saber si es verdad; y aunque él mismo era de origen vasco, nació en Segovia en 1930 por culpa de otro nacimiento, accidentado esta vez, el de su padre cuando su abuela “arreaba una manada de pavos” camino de Extremadura. Trabajó 45 años en el mesón de Cándido y ambos fueron “hombres con tanto criterio como carácter”. Cándido tenía una conversación “envolvente y seductora” y era “un mesonero carismático” con “una personalidad arrolladora”; pero era Tomás, versátil en la cocina, el que imponía “su criterio y autoridad en los fogones”. Ambos eran personajes ilustrados. Tomás frecuentaba la biblioteca curioseando sobre la historia de la cocina, en sintonía con gentes como Néstor Luján o Álvaro Cunqueiro (algo tenemos que agradecerle aquí a la colaboración, en este libro, de Rafael Urrialde); se interesaba especialmente por el Dioscórides de Andrés Laguna y sentía que “conociendo el origen de las palabras nos acercábamos más a su esencia”; gustaba de formalidades y a veces vestía la negra capa castellana esperando siempre “contagiar su espíritu ilustrado al personal de cocina”. Ignacio Sanz lo caracteriza como un “cocinero corpulento”, siempre, como Cándido, “creador de tendencias” pero “de carácter indomable, ojos verdes, bigote con guías decimonónicas, y verbo incendiario”.
Primero el judión sirvió de ornamento, después fue alimento de faisanes y pavos y luego convirtió en plato emblemático de Segovia (“una especie de escudo nobiliario”, dice Ignacio Sanz). Tomás hizo del judión y el cochinillo “un matrimonio indisoluble”, imponiéndose con terquedad y acierto al criterio de Cándido. Un buen judión debe prepararse con sus “sacramentos”, es decir acompañado del cerdo: y como tiene “mucha capacidad de absorción”, dice Ignacio Sanz, “si se le añade tropezones de pie, morro, chorizo y oreja de cerdo que les da una untuosidad aterciopelada, se pueden convertir en un manjar. Una pátina de mantequilla en la boca”. La cristiana es, decididamente y a diferencia de la musulmana, una cultura porcófila.
El universo del judión tiene que ver con la sencillez (la “naturalidad (…) de los hechos intrascendentes y cotidianos”). Con la belleza (“las maravillosas flores blancas” que hacen que “una huerta de judiones” sea “un primor para los ojos”). Tiene que ver con el tiempo y con la paciencia (hay que poner los judiones en remojo con doce horas de antelación). Y, desde luego, con la lentitud. En la huerta y en la cazuela. En la huerta es la semilla que “más tarda en madurar. Necesitas noches frías para que cuaje”; “se hace esperar, pero es tan delicado y tierno (…) tras una maduración lenta (…) que el tiempo de espera ha merecido la pena”. Y luego en la cazuela. Los judiones han de estar “bien condimentados y lentamente cocidos”; tienen el sabor de “las cosas hechas sin prisas”: Ignacio Sanz compara el chisporroteo del fuego con el trotar de los caballos: “el fuego tranquilo, ni carrera desbocada, ni paso lento, más bien un trote constante de caballo”; porque el fuego vivo desholleja los judiones y ha de ser “un buen plato elaborado lentamente en el gluglú de la cocina”.
Hay una paradoja ligada a los judiones, que por un lado incitan al orden de la huerta (“cualquier cosa fuera de su sitio me irrita y descoloca”, dice uno de los personajes) y por otro a la desmesura, tanto en cantidad como en intensidad. Cantidad: la judiada de La Granja requiere 30 cocineros, 14 perolas, 500 kilos de morro, 300 de chorizo, 100 de morcilla, 30 litros de aceite… calcula el autor que es como si se hubieran matado 250 gorrinos; intensidad en el sabor y, desde luego poder de absorción, puesto que los judiones se impregnan de los sabores de sus sacramentos y de todo lo que les quieran echar: verduras, boletus, liebre, sepia, almejas… Se trata de sabores fuertes. El autor contrapone los productos sin sabor de la “sociedad posindustrial” (productos light) a los “sabores que remiten a sensaciones primigenias, casi medievales”; cita al efecto el relato de Cervantes sobre las bodas de Camacho. “No hay judión (…) para tanta boca”, dice el autor: el judión de la Granja está muriendo de éxito; y aprovecha, de la mano de Adrián Sanz, para darle al lector unas cuantas recetas: judiones clásicos, judiones vegetarianos, judiones con boletus, judiones con sepia y almejas, y judiones con liebre.
El exceso de sabor y contundencia es portador de flatulencias. Si se juntan diez mil personas para comer judiones en La Granja, acierta la voz popular cuando dice que “el que coma judías / tenga cuidado, / cuando soplen los vientos / huracanados”: España pertenece de pleno derecho al mundo de los “cuescófilos”. El autor cita a Paco Taibo en “Defensa del pedo” y recurre a don Quijote para justificar que “el eructo y el pedo (…) son consecuencia de una buena digestión” que se fragua en “la oficina del estómago”; menciona también (no podía faltar) a Quevedo a propósito de “los truenos de la digestión”, y no pierde la ocasión de hacerse eco de algunas de las bromas más famosas: el francés Josep Pujol apagando velas con el culo, los vecinos del Pozo del tío Raimundo imitando el ruido de los tubos de escape, sincronizando los ruidos de pedos y máquinas y hasta insinuando que los molinos de viento de Campo de Criptana funcionan… a base de judías.
El judión acaba convirtiéndose en una forma de vida (con ecos de Delibes, p. 45: el plato de judiones es “la sombra alargada de la huerta”, aunque esta pasión de huerta tiene sus inconvenientes: entre ellos, el sobrepeso y los dolores de espalda). El hortelano que cultiva judiones no busca dinero, sino “gozo lento” y “disfrute por las cosas bien hechas”; uno puede enamorarse de la huerta y sentir pasión por la cuchara. Pero lo que más suena en esta filosofía de vida (el autor no cita a Nietzsche) es el alma dionisiaca, que tiene que ver, ya hemos hablado de ello, con el desorden y el exceso. Define el alma dionisiaca como la pulsión primaria de comer y beber, más que comidas, comilonas, propias de los pueblos que han pasado hambre (y se acuerda aquí del dómine Cabra); no es un sentimiento tranquilo, es una pasión (“los judiones arrastran muchas, pero que muchas pasiones”): que tiene que ver con la lujuria (“lujuria para los ojos, / para la boca, gozada”), y con la “catarsis colectiva”, con el “festín medieval”; en fin, con el exceso.
Fruto del exceso son las apuestas desmesuradas: “las comilonas”, dice Ignacio Sanz, “son propias de sociedades sometidas a pulsiones extremas y primarias”. El hambre de Carpanta revive en el mozo de Lastras que se comió 42 patatas asadas, otro de Torreiglesias se comió 60 pasteles, y un hombre de Torre Val de San Pedro “solo comía una vez al día 45 huevos fritos”; no podemos omitir a aquella pareja que llegó a comerse de un golpe 14 cacillas de judiones.
Y cómo no, nos faltaba la sobremesa, donde el comer se junta con el hablar; donde los banquetes se prolongan (p. 80) en “las canciones y las historias que van hilando los invitados” y los invitados acaban “borrachos, pero no de vino, borrachos de felicidad”; se pueden decir disparates y cuando se cuentan peripecias inverisímiles se invoca la atención del público: “que me muera aquí mismo si (…) no he dicho la verdad”. De ahí que Ignacio Sanz concluya: “un plato de judiones (…) necesita de una buena sobremesa para hacer la digestión”. Por eso “la chanza, el chiste o los relatos hilados sin prisa resultan un postre magnífico”. La comida está hecha de judiones cocinados sin prisa; los relatos, de palabras hiladas sin prisa. Ya sólo le queda por decir: “¡buen provecho!”
El paladar educa, pero no a todos nos gustan las mismas cosas: por eso los cocineros se esfuerzan en “dar en el hueso del gusto” para sorprendernos. Luego, la memoria sazonará las cosas a su guisa. “Las judías y el pie de cochino”, dice el autor, “me hacen cosquillas en el paladar de la memoria” aunque a veces parece que “la memoria se llena de nostalgia y nos engaña”: nos hace creer, falsamente, que nunca hemos vuelto a probar unos “tomates como aquellos”. El decir se vuelve literario por momentos: a veces una metáfora (“vino o cerveza, qué buenos escuderos (…) para los judiones”96); una dilogía (emborracharse de felicidad o de vino80); una hipérbole (restaurante de “diecisiete tenedores”75); una onomatopeya (decir “eructo” es casi eructar, por eso las onomatopeyas sienten y viven mientras que las denotaciones sólo nombran). Otras veces el hablar se vuelve poético (porque “los judiones, como los boletus, son fruto del otoño”… El boletus, esa “perla fragante de los bosques” que se convierte casi en símbolo: “vamos a comer otoño, dulzón y aromático otoño”: “toda la belleza y solemnidad del bosque otoñal resumida en un plato”88). Sólo nos queda, a nuestro modo, convertirnos en poetas; como Emilio Miguel López Laorga, “hombre de saberes” –a uno casi se le escapa decir “sabores”- “enciclopédicos”, que cultiva la huerta con la misma pasión que la creación literaria. Y concluimos de la mano de Ignacio Sanz recordando lo que son los poetas: ese puñado de “amigos solitarios y errabundos, músicos, poetas, pintores, bohemios desnortados y almas descarriadas”79; y no hay más que decir, ¿para qué? Acabemos con ese plato.