David San Juan – Cambio climático (y II). Contradicciones y tareas pendientes

Abordar un problema tan complejo como el efecto del hombre sobre el entorno natural y el presumible cambio climático que se prevé en los próximos tiempos exige dejar de lado las emociones y los intereses de negocio que inevitablemente lo acompañan. De ello hablamos en un artículo precedente. Dejemos trabajar a los expertos en las cuestiones técnicas y procuremos el resto aportar lo que podamos, haciendo un análisis social lo más abierto y propositivo posible. En todo este fárrago, saltan a la vista algunas contradicciones. Comparto con ustedes algunas que yo he encontrado.

Parece que los más implicados en esto de la lucha contra el cambio climático son los más jóvenes. Esto es estupendo. Cualquier cambio social de relevancia debe de ser liderado por las nuevas generaciones cuya vocación consiste, precisamente, en cambiar lo establecido. Pero resulta —esto lo sabemos todos— que la mayoría de los adolescentes que participan en las manifestaciones en las ciudades no conocen el campo. Sé que generalizar es una manera de equivocarse cuando se aterriza en cada caso concreto, sí, pero este hecho puede reflejar dos realidades sociológicas de nuestro tiempo que no tienen vuelta atrás: la supremacía de la mentalidad urbana —“urbanita”— y la simplificación del juicio crítico. No sé si me aventuro demasiado sugiriendo la expresión “ecología virtual”.

Cualquier decisión social o económica, por bien intencionada que sea, siempre tiene beneficiarios y perjudicados. Los políticos, que nos representan, son los encargados de tomarlas. Y no lo tienen fácil. Llevamos años asistiendo en Castilla y León a un discurso que, malamente, intenta conciliar la explotación del carbón “autóctono” de las cuencas mineras de León y Palencia con la apuesta por las energías limpias, algo que recuerda la reconversión industrial de los años ochenta. Sólo es un ejemplo, pero refleja las contradicciones inevitables entre intereses que justamente hay que atender. Esto de la lucha contra el cambio climático no es tan fácil como nos dicen. No se trata de adoptar medidas populares sin más. Ni de reciclar cuatro envases de plástico cada tanto, acallando nuestra conciencia de consumidores desmedidos.

Mucho más difícil es la aplicación de medidas para cumplir con los objetivos de la agenda 2030. Esta agenda es una declaración con 17 objetivos que ha adoptado la ONU para el desarrollo sostenible, de la que probablemente oiremos hablar mucho en los próximos meses por boca de nuestros políticos. Les sugiero que la lean; en internet se puede acceder fácilmente a ella. Dejando aparte la pobreza del argot políticamente correcto que se encontrarán, los objetivos se resumen en dos, que son de muy difícil conciliación: acabar con la pobreza y el hambre en el mundo consiguiendo el desarrollo económico de los países más atrasados y combatir el cambio climático y sus efectos. Ambos son necesarios y hay que perseverar en ellos. Pero, ¿cómo hacerlos compatibles más allá del papel?

Se entiende mejor el caso si nos fijamos en el desarrollo de España en el siglo pasado. El pasar de una posguerra durísima a ser uno de los países con mayor calidad de vida en cinco décadas se debió —además de a decisiones políticas y a la apertura al comercio exterior— a la intensificación de la agricultura (maquinaria, fertilizantes) y ganadería (nuevas razas y estirpes, estabulación, manejo intensivo) y a la industrialización del territorio. Todo esto es urgente en el tercer mundo y deberíamos de apoyarlo con convicción. Pero, claro, estas inversiones tan necesarias no favorecen la contención del cambio climático. ¿A cuál de los dos objetivos hay que dar prioridad? ¿Pueden llegar a ser compatibles? ¿Eso del desarrollo sostenible es posible o sólo es una especie de oxímoron para decirles a los países pobres que vayan despacito y se conformen con nuestra visión del mundo, tan confortable para los de aquí?

Y, ¿qué dice la Iglesia Católica sobre todo ello? Pues, cargando con sus propias contradicciones, puede decir mucho. Ya lo ha hecho. Lo lleva haciendo desde hace cincuenta años cuando, tras el Concilio Vaticano II, Pablo VI reflexionaba sobre los problemas que se plantean en la relación entre el hombre y el medio ambiente, denunciando ya desde entonces la “explotación inconsiderada” de los recursos de la naturaleza. Otros muchos se han sumado después, justamente, a este camino abierto por la Iglesia.

Una referencia de obligada lectura, para creyentes y no creyentes, es la carta encíclica del Papa Francisco Laudato si “sobre el cuidado de la casa común” (2015). En un aparte: ¿no les parece mucho más amable, propositivo y cargado de significado esto de cuidar la casa común frente al consabido y agobiante “salvar el planeta”?. Bien, pues en el documento, Francisco plantea dos términos de gran profundidad y recorrido. Uno es ética ecológica. El cuidado de la naturaleza es nuestra responsabilidad, viene a decir, y no podemos eludirla. El otro es ecología humana, concepto muchísimo más elevado que a los que estamos acostumbrados. La ecología debe de ir más allá de una mera preocupación ambiental: debe de poner al hombre en el centro de las decisiones que haya que adoptar en su relación consigo mismo, con los demás y con la naturaleza. Es un enfoque integral y humanista.

La Iglesia nos propone apostar por la dignidad de la persona dentro del entorno natural del que forma parte. Este puede ser el mejor punto de partida para salvar las contradicciones. De todas las tareas pendientes, siempre la más urgente es el hombre.