Cultura itinerante

“Cuando le vendes un libro a alguien, no solamente le estás vendiendo doce onzas de papel, tinta y pegamento. Le estás vendiendo una vida totalmente nueva…”.

En estos extractos de La librería ambulante, de Christopher Morley, se destila la vocación de aquellos que vieron en la transmisión de la cultura algo de vital necesidad. En el sencillo y evocador relato, un carro repleto de libros recorre los caminos polvorientos de los Estados Unidos del siglo XIX transportando la palabra escrita.

Los personajes de la novela se inspiraron en los libreros ambulantes reales que existían en esa época, amantes de los libros y la aventura que recorrieron caminos y plazas llevando la ilusión a todos aquellos que, de otro modo, no habrían llegado a ellas.

Hoy en día, a pesar de las facilidades que los servicios online nos ofrecen, estos viajantes de sueños no han desaparecido. Se han convertido en una figura romántica que se lanza a los caminos con volúmenes y curiosidades repletas de la sabiduría de aquel que ha visto y recorrido muchos kilómetros a lomos de los libros que transporta.

Un caso destacado, que fue noticia durante la pandemia, fue el de Alessandro Minnella, en la región del Piamonte. Este hombre amante de las letras, al ver que las librerías y bibliotecas se veían obligadas a cerrar sus puertas al visitante, decidió abandonar su trabajo para llevar los libros a todos los que quisieran adquirirlos, subido en un motocarro con estanterías repletas de sueños enredados en el papel que los cobijaba. Lleva ejemplares a mercados, plazas e incluso acepta encargos a domicilio.

Otro paladín de este sacrificado servicio, pero mucho más cerca de nosotros, es Alberto. Desde Cañicosa, pedanía del pueblo segoviano de Matabuena, recorre los pueblos de montaña con su mágico cargamento. La Asociación de Libreros de la Sierra Norte nos trae cada sábado, si el clima lo permite, sus mesas plegables a un lateral de la Plaza de la Corredera de El Espinar. Superficies sembradas con infinidad de libros nuevos de ocasión, colecciones y superventas en ediciones especiales a precio reducido. Para cualquier adicto a las historias, como la que escribe, es casi imposible no perderse entre portadas y sinopsis para acabar cayendo hipnotizada por alguna de ellas.

En este oficio, un negocio muy alejado de las millonarias cifras de ventas de las grandes cadenas, el librero lidia con un techo de estrellas, lluvia o sol para hacer llegar su preciada colección allá donde haya un lector interesado. Es una profesión dura que obtiene recompensa gracias a la ilusión que trasmiten los ojos de aquellos que se pierden entre las páginas de su cargamento de sueños.

Además de los libreros móviles como los mencionados, que bien merecerían formar parte de una historia épica parecida a las que venden, debo hablar de otra manera de llevar los libros a casi cualquier lugar: las bibliotecas móviles.

En Estados Unidos, este servicio nació a principios del siglo XIX. En su mayor parte se trataba de carromatos tirados por mulas con tres o cuatro estantes llenos de ejemplares encuadernados en cuero manoseado, pero que hicieron posible que la cultura —y en muchos casos la alfabetización— llegara a los lugares más recónditos de su extenso territorio.

En España, las bibliotecas móviles aparecieron en épocas de la Segunda República, incorporadas en el programa pedagógico que inauguró más de diez mil bibliotecas por todo el país, y en el que también se incluyeron las itinerantes. Pero en la guerra civil, aunque se trató de protegerlas, acabaron como chatarra. Hubo que esperar a la década de los cincuenta para ver el primer bibliobús en la capital, y hasta finales de los ochenta no comenzó a instaurarse como parte del sistema nacional de bibliotecas.

La Asociación de Profesionales de Bibliotecas Móviles muestra en su página web los distintos bibliobuses que hoy en día prestan servicio en varias provincias y comunidades autónomas. En ella podemos ver, por ejemplo, que Segovia cuenta desde 1987 con tres bibliobuses. Los profesionales abnegados que los gestionan, dedican su jornada completa o parcial recorriendo pueblos que carecen de biblioteca pública. De esta forma, garantizan el acceso a los libros además de organizar actividades diversas para todo aquel que esté interesado. Poblaciones como Otero de Herreros, Arroyo de Cuéllar o Marugán, entre otros, se benefician de un hermoso trabajo movido por el inmenso amor a los libros y la transmisión de la cultura.

“Si en lugar de librero fuera panadero, carnicero o vendedor de escobas la gente correría a su puerta a recibirme, ansiosa por recibir mi mercancía. Y heme aquí, con mi cargamento de salvaciones eternas”.
He querido terminar con otro fragmento de La librería ambulante para que todo aquel que se tope con uno de estos facilitadores de cultura itinerante, recuerde la ardua labor que desempeñan cada día, un sacrificado trabajo que antaño fue fundamental y hoy sigue siendo muy necesario.