Censura encubierta

Hace unas semanas, nos topamos con la sorprendente noticia de la revisión y reescritura de la obra del autor británico Roald Dahl por parte de sus actuales editores. Esta decisión se basa en la necesidad de no herir sensibilidades, ya que sus historias pueden contener lenguaje ofensivo para algunas personas por existir referencias al peso, la apariencia y el género de los personajes.

Las críticas ante esta decisión no se hicieron esperar y se calificaron de censura en toda regla, aunque las aguas se calmaron pronto al tratarse de libros infantiles y juveniles, porque si son los niños los que leen estas novelas, que vean siempre cosas amables, ¿no?

Pero la criba no terminó ahí, porque hace apenas unos días nos levantamos con otra noticia sorprendente: Harper Collins ha reescrito parte de los libros de Agatha Christie. A través de una comisión de lectores adaptados a las sensibilidades modernas, se han encargado de revisar los textos, eliminando referencias a la apariencia y raza, entre otras cosas.

Que hoy en día se cuide mucho lo que ven los críos —y no tan críos— me parece perfecto, pero revisar libros escritos hace más de cincuenta años y pretender que se adapten a la sensibilidad actual, es como querer que la gente crea que los fusiles de los soldados de la gran batalla del Somme disparaban pétalos de rosa.

Sirve de poco.

La literatura es un arte y, a veces, tiene que incomodar, remover conciencias y retratar las sociedades tal y como fueron. Es un instrumento educativo y de entretenimiento, sí, pero también de ideas innovadoras, subversión, cambio y avance.

Los que han forzado decisiones como estas, deben perseguir dos cosas: la primera, evitar críticas de los sectores más sensibles, y segundo, meter a los jóvenes en una burbuja en la que solo existen los libros blancos.

Ambas cosas son absurdas.

No voy a negar que estos y otros autores tienen contenidos hirientes, pero los valores que regían su sociedad imperfecta no eran los mismos que tenemos ahora, como tampoco lo eran en Roma con sus anfiteatros regados por la sangre de gladiadores esclavos, en Egipto con sus regios incestos o el reino vikingo con sus sacrificios humanos.

Si se quiere respetar la sensibilidad de los lectores, bastaría con incluir una etiqueta en la portada que advierta sobre su contenido, parecida a las que ya ponen las plataformas de streaming en sus películas y series.

Y que sea el lector el que decida si lo lee o no.

Los libros son un medio artístico, testigos de las sociedades y épocas en que fueron escritos. Son templos que deberían permanecer inalterables, respetando a aquellos que los crearon. Si seguimos con esta deriva, acabaremos en una realidad parecida a la retratada en Un mundo Feliz, de Aldous Huxley. Una sociedad siempre contenta en apariencia, pero que esconde carencias espantosas y secretos aún peores.

Aterrador.

Vivimos una realidad en la que jóvenes y niños tienen acceso a material escrito y audiovisual que hubiera sonrojado a los autores revisados. Las agresiones sexuales han aumentado este año de forma alarmante, la violencia de género continúa disparada, el bulling en los colegios raya lo incontrolable, las redes sociales crean filtros de belleza que hacen querer a los adolescentes parecerse a sus propios alter ego imposibles, se distribuye pornografía brutal a golpe de clic, los programas de asesinos inhumanos son éxitos en series, podcast y blogs…

¿De verdad vamos a preocupamos porque un autor ya fallecido utilice expresiones poco o nada afortunadas?

Acciones como la reescritura de sus libros resulta pueril, una maniobra peligrosa de editores que solo quieren ganar más dinero gracias a todos aquellos que desean ver el mundo a través de un crisol de colorines. Una docilidad cargada de miedo ante unas cifras que ya no son tan redondas, terror a no poder reeditar su fondo editorial de más éxito.

Las críticas son parte de los oficios de escritor y editor. Hay que asumirlas. Si el miedo a la cultura de la cancelación es tan grande que no nos atrevemos a escribir con libertad o mantener vivas las historias que nos precedieron, acabaremos por no pensar.

Que cada cual sujete su vela. Yo, por mi parte, no pienso usarla para quemar ejemplares en piras, como plasmó Ray Bradbury en su genial Fahrenheit 451, en la que los libros están prohibidos para acabar con la diversidad de ideas… Situación que se ha repetido varias veces en épocas oscuras de nuestra historia.

Hoy es la supuesta sensibilidad la que censura la palabra escrita, ¿qué será mañana?