
El mundo de la publicidad, es decir, el de la comunicación pagada, siempre lo tuvo claro: hay que ser breve y conciso porque cuesta un riñón. De una forma más científica uno de los teóricos de la publicidad, hace algo menos de un siglo, estableció que la comunicación publicitaria para ser eficaz tenía que transmitir un solo concepto de venta. Y la brevedad se daba por descontada. Pretender otra cosa cuando se anuncia un producto (da igual un calzoncillo que una vajilla de doce piezas) es tirar el dinero.
Esa forma de comunicar en breve se extiende ahora a casi todo, es decir, redes sociales y ese periodismo de la tele que da titulares sin descanso. La victima de todo esto ha sido el propio lenguaje que se restringe y es demasiado predecible. Y la opinión… Qué difícil resulta darla sin un mínimo espacio de papel o de tiempo.
Solo los más grandes, y pocos entre ellos, fueron capaces de comunicar sentimiento dentro de la brevedad: Octavio Paz, Lorca, Machado, Miguel Hernández. Sentimiento tanto en la palabra como en la pausa: la comunicación pura.
La trampa que tiene lo breve, una vez que hemos crecido en ello, es que es eso: breve.
Lo breve también llegó a la política. A los políticos. A los partidos. A su tiempo como partidos y a sus mensajes. Varios nacieron con gran notoriedad y llenos de promesas, crecieron, no se supieron desarrollar (básicamente porque se unió la razón de ser a un solo individuo/a) y mueren o están a punto de morir. Y sus mensajes, por favor que sean breves, que no estamos para leer ni discursos ni programas electorales. Los que van ganando elecciones en este tiempo reciente van mostrando el camino por su brevedad y contundencia. Eso sí, que sepan deben saber mantenerse y surfear para conseguir que otra ola no les arrase y les haga desaparecer como ocurrió a los anteriores.
La trampa que tiene lo breve, una vez que hemos crecido en ello, es que es eso: breve. Y esa brevedad luego hay que alargarla porque los tiempos a veces se hacen infinitos. Breve es la mano en el área pero hay que convertir en horas de televisión. Breve es el salto de la folclórica desde el helicóptero y hay que convertirlo en un debate de horas para llegar a la conclusión de que el ‘salto’ se hizo porque la hipoteca la tenemos todos y hay que pagarla.
Sin embargo lo efímero, como zona exquisita de la brevedad es algo diferente. Es un momento cogido al tiempo que se detiene; y que tiende a eternizarse por que se acomoda en el recuerdo. Y es fácil de recuperar, se deja acariciar y matizar y al final es tan parte de uno como uno mismo. Lo efímero es potente; tiene olor y sabor. Efímero es el recuerdo de aquella canción, que abierta la ventana en un patio de manzana en un Julio de barrio ha entrado en la casa, se pasea por donde le apetece y allí se instala a vivir; y habitará con la familia siempre que alguien la canturree. Y será la música de todo aquel verano en fuga de la realidad, pero encontrado en las novelas de Salgari.
Efímero es un remolino de otoño con viento que agarra por un momento a un padre con sus hijos pequeños, que se cubren, que él les intenta cubrir y deja dibujada para siempre —para el que observa— la imagen nítida del desamparo absoluto.
El de la flauta travesera que en una pausa del ensayo en el parque, en la perezosa mañana de un domingo, en una de esas antes llamadas ‘ciudades de provincia’ toca cuatro notas despreocupadas, porque cree que nadie le presta atención, pero a alguno le hizo sentir que los paraísos pueden estar cercanos, ahora que despiertan las ciudades tras la hibernación obligada de los inviernos, y la modorra de los sentimientos por culpa de una peste que lo llenó todo.
Prefiero lo efímero. Algo queda después. De lo breve, me temo, queda mucho menos.