Aunque D. César, nuestro obispo, y mi compañero de columna y Vicario General, Ángel Galindo, trataron el tema de la Resurrección, pido licencia a los queridos lectores para volver sobre el tema puesto que todavía estamos estrenando Pascua. En realidad, a los ocho días.
Debo reconocer que me dejan insatisfecho los relatos de la Resurrección. Me hubiera gustado que fueran más y con más detalles. Que Jesús respondiera a más preguntas. Pero no sólo porque es la piedra que sujeta el arco de la fe en Jesucristo, sino porque nos llenan de alegría.
Es verdad que el júbilo se extiende en gran medida al libro de los Hechos, que es un relato alegre y vital que muestra los efectos de quienes han experimentado el encuentro con el resucitado. Y también es verdad que para Pablo, lo realmente importante es este Cristo resucitado hasta el punto de no hacer ninguna mención a la vida de Jesús si exceptuamos el recuerdo de la Cena Pascual y el sentido de la muerte en cruz. Por cierto que en Hechos, Lucas pone en boca de Pablo una cita que no existe en los Evangelios, pero que nos resulta muy familiar: “Hay más gozo en dar que en recibir”.
Los Evangelios nos cuentan siete relatos de encuentros con el resucitado: las mujeres junto al sepulcro, en sus diversas interpretaciones; dos en el Cenáculo, una en la que falta Tomás y otra en la que está; los discípulos que van camino de Emaús; dos encuentros en Galilea, una junto al lago y otra en un monte y, finalmente, en el momento de la Ascensión.
Pablo, además de su encuentro camino de Damasco, menciona otras apariciones, entre ellas una a Pedro que, curiosamente no aparece en ninguno de los Evangelios, y otra a más de quinientos hermanos. Además los Hechos de los Apóstoles también hacen referencia a otras apariciones.
Estos relatos son caóticos si los comparamos con el relato de la Pasión, que, con ligeros matices, sigue el mismo esquema en los cuatro evangelios. Felipe Fernández Ramos dice que es porque “estamos en el mundo de la representación” queriendo decir que la Resurrección se mueve en el ámbito de la fe testimoniada. Y Joachim Jeremías dice que el hecho de que no haya un relato estructurado se debe “a la multitud de sucesos de la más diversa índole que fueron sucediendo a lo largo de un largo espacio de tiempo, probablemente años”. El hecho de que se hable de cuarenta días de la Pascua se debe más a motivos litúrgicos que reales.
Estos relatos, por tanto, son experiencias de vida. En cada uno de ellos encontramos a unos personajes perdidos, desconcertados, temerosos, tristes o decepcionados. El encuentro con el Resucitado los revitaliza, los cambia radicalmente y, algo que siempre sucede, les llena de alegría.
Si en el que leimos el Primer Domingo de Pascua, no es propiamente un relato de encuentro con el resucitado, puesto que Jesús es más bien un desaparecido, en el de este Domingo nos muestra el encuentro con una comunidad temerosa y encerrada en sí misma en la que falta Tomás.
Me voy a fijar en la expresión “A los ocho días”, que es recurrente en estos relatos, porque tiene un significado profundo. El octavo día es el día siguiente al final de la creación y representa la plenitud, la llegada del mundo definitivo. Por eso, el domingo, “Dominus Dei”, es el día del Señor, el día de la comunidad y es, al mismo tiempo, el primer día de la Semana y el octavo. El primero porque nos recuerda que la resurrección de Jesús abre el tiempo nuevo y el octavo porque es ya el momento más allá del tiempo.
Finalmente, en el Evangelio de este domingo aparece Tomás. Es frecuente verlo destacado en la iconografía oriental en la que se muestra la Muerte y Asunción (Dormición y Tránsito) de la Virgen María. Mientras todos los discípulos miran al sepulcro, Tomás mira a lo alto y señala con su dedo el alma de María llegando al cielo. Se puede ver en el cuadro de Ribera que está en el Santuario de la Fuencisla.