
Con ese poco de perspectiva que nos aportan estos tres meses de pandemia y de estado de alarma del cual nos informan que hemos salido (aunque podemos volver en función de la evolución de los rebrotes), empezamos ya a aterrizar y ver que el mundo no va a cambiar tanto o no tanto como nos anunciaban. Durante las semanas más duras, bombardeados y sobreinformados por ciertos medios hemos imaginado, o nos han descrito, realidades nuevas que iban desde una arcadia feliz allá al final del túnel, hasta que el mundo sería un lugar tenebroso en donde las plagas se irían instalando una tras otra para ir aniquilando a la humanidad.
Y no han sido pocos los medios de comunicación que han participado en esta verdadera ceremonia de la confusión sin que todos esos nuevos escenarios que se pintaban tuvieran realmente alguna base.
Al final, para bien o mal la realidad, tozudamente, se impone. Y es así, porque hay grandes inercias que nadie quiere detener. La gente quiere pasear, ir a piscinas, al bar, de tiendas, viajar y ese largo etcétera de cosas por un tiempo prohibidas. Pero también va a querer comprar productos económicos que vendrán de países extranjeros, otros querrán viajar por negocio o placer a cualquier lugar del planeta, volveremos a emitir co2, los aviones a miles estarán moviendo seres humanos a todas partes cada día. En una palabra, se volverán a dar todas las condiciones para que prosiga un cambio climático que nadie desea y nadie niega y, por supuesto, se darán todas las condiciones para que una pandemia como la ocurrida pueda volver a ocurrir. Ahora mismo, vamos a un restaurante y nos toman la temperatura, nos higienizamos, no hay cartas con los platos que se ofrecen, se desinfecta todo cada vez, hay mamparas pero, perdónenme, me cuesta creer que en no mucho tiempo ni en nuestro bendito país, ni en otros sitios se pueda mantener tan exigente protocolo aunque haya buena intención. Me parece que esa “nueva normalidad” se irá convirtiendo en normalidad y, al final, en cotidianeidad. Y comportará riesgos. Solo si somos capaces de mantener una elemental prudencia posiblemente escaparemos con bien.
Y en estos días largos de pandemia recordé un hecho vivido años atrás, que de alguna manera puede tener relación con lo que estamos viviendo. En el despacho en el que yo trabajo nos visitó un importante bufete de abogados chinos junto con uno de sus mejores clientes y viajaron desde Shangai a Madrid con la idea de buscar en España, en general, extensiones de terreno (en el medio del campo, pero no lejos de buenos hospitales, ciudades amables, tiendas…), idealmente con edificaciones como hoteles o casas, para comprar las extensiones enteras y hacer de ellas lugares de descanso para personas de la tercera edad acomodada de aquel país. Pusieron enorme interés en pueblos abandonados por cuanto tomaban todo el control de la situación. El resultado de aquel viaje no es lo relevante, que por cierto fueron varios los viajes, sino la razón. El ciudadano chino que ya ha alcanzado un estatus de clase media o media alta entiende que su país ha hecho un esfuerzo descomunal para disfrutar en tan pocas décadas del nivel prosperidad que tiene. Pero el precio de dicho crecimiento a un ritmo tan vertiginoso ha sido que el país no está sano; sus aguas, su aire, superpoblación, etc.
Y superada la fase de ostentar dicha prosperidad con símbolos externos por parte de los ciudadanos (ya me entienden) se había instalado un nuevo símbolo de estatus que consistía en enviar a los padres una temporada – más larga o más corta en función de las posibilidades – a un país “sano” como España en donde los padres puedan estar en un entorno saludable. Esto se combina con la obtención de las “golden visas” o permisos de residencia lo que al final se convierte en un buen negocio fiscal y una buena acción.
El valor que se concede en esa parte del mundo (cada vez mayor) tan contaminada y superpoblada a los espacios abiertos, saludables, ríos de los que se pueda beber, etc es superlativo. Y las inversiones asociadas no eran despreciables tanto por la parte inmobiliaria como el gasto medio de cada visitante durante la estancia. Ni qué decir tiene que ciertas regiones de España pueden ser un interesante destino pero también lo son otras partes del mundo las cuales están ahora muy activas trabajando este nuevo nicho de mercado.
No pretende el que escribe este artículo, ni mucho menos, atreverse a decir qué es lo que hay que hacer en Segovia, pero sí invitar a una reflexión por la que tenemos que ver nuestra ciudad y provincia con ojos nuevos, dentro de un mundo que algo ha cambiado, a lo mejor repensar la ciudad y lo que “vendemos” de ella y en dónde. Segovia puede ser (es) más que sus monumentos y su estupenda gastronomía, es salud, por ejemplo. Y algo tan sencillo, en un mundo crecientemente contaminado, es un valor importante. O también cultura. O al menos así lo ha visto la universidad privada que se asentó en nuestra ciudad hace ya años potenciando, gracias a los estudiantes, varios mercados. O un lugar para ciertas nuevas industrias.
En países anglosajones se estila el “think tank” (es decir, se juntan unos cuantos con criterio y se ponen a pensar en variados temas que luego ahí quedan para ser aprovechados) pero quizá tras esta pandemia, no estaría de más reflexionar unos cuantos cómo no perder nada de lo bueno de Segovia e intentar aprovechar mejor lo que tenemos en pos de crear trabajo y oportunidades para todos. Sin perder calidad de vida, pero compartiendo algo de lo que casi nos sobra.
Quizá tenemos que pensar con gran energía, como se está haciendo en otras capitales de tamaño medio del mundo, en crear una marca, en este caso llamada Segovia que lo aúne todo y potenciarla al máximo, enseñarla fuera, porque el producto que tiene detrás bien lo vale.