
Si algo lamentablemente ha caracterizado el último decenio en España en lo político y social, ha sido la crispación social, decepción por ciertas actuaciones políticas y una peor redistribución de la riqueza existente. No querría ocupar espacio con abrumadores datos, accesibles para todos, sobre como los esfuerzos para conseguir calidad de vida se van incrementando para “los que vienen por detrás”. La verdad es que esto ha ocurrido a nivel global pero desde luego España no ha escapado a esta situación.
A su vez, hay una cierta sensación creciente en nuestro país de que el grupo predominante y sostenedor del sistema, es decir la clase media, pierde en cobertura por parte de las leyes y en protección social. Algunos estudios muestran que, en los años ochenta, el 66% de los jóvenes era de clase media. Hoy ese porcentaje ha bajado hasta el 58%. Y ocurre porque elementos típicos de los que definen la clase media se han encarecido, o lo que es lo mismo, la clase media se ha empobrecido. Pero esa misma clase media sigue sosteniendo el sistema y todo lo que le cuelga. Tampoco descubro nada afirmando que la clase media necesita por encima de todo estabilidad para que este grupo aún grande en nuestro país (aunque mermando) mueva el dinero, cambie de coche, electrodomésticos, haga viajes, compre ropa; es la verdadera máquina de generar pago de Impuestos.
A su vez, son grandes perceptores de préstamos bancarios en todas sus formas, los cuales de nuevo se convierten en consumo. Particularmente este país es muy sensible a esa sensación de “mañana predecible” y en las épocas de bonanza y sosiego la clase media gana en confianza (la famosa variable intangible de las expectativas) y el país crece, genera empleo y se pagan más impuestos (de los cuales una parte acaban en mejoras para la ciudadanía en general). Por lo tanto, es importante que la gente tenga ilusiones y se endeude porque sostiene el país. Cuando este país ha funcionado bien aunque hayan sido períodos no muy extensos se ha crecido económicamente y ha bajado el paro a cifras que se nos antojan ahora casi impensables.
Si somos capaces por un momento de dejar de lado la gran enfermedad que campa por sus respetos y que es algo no buscado, quizá podamos ver algunas cosas más que son tan dañinas o más que la propia pandemia, la cual antes o después pasará.
Cuando determinada ala política ataca sin descanso dos valores del país básicos como son la unidad de territorio y a la jefatura del estado lo que posiblemente tienen en mente es crear un hueco ideológico, un posicionamiento “de mercado” que les distancie de otras opciones y, lo más importante, perpetuarse o aguantar lo más posible en el establishment, ya que no parece garantizada su continuidad en un alto nivel fuera del ámbito político. Y este vapuleo constante al que nos llegamos a acostumbrar de tanto oírlo (como el ruido del tráfico que al final te acostumbras) tiene efectos negativos como ya sabemos: se ralentiza el crecimiento del PIB, baja la inversión, sube el paro y la confianza internacional se quiebra. Los que se embarcan en esta aventura peligrosa anticipan para el país un futuro de menor prosperidad. Y todo por la necesidad de poner en debate todo aquello que, decidido por todos, “no se toca”.
Este debate sobre fronteras y nacionalidades en una vieja Europa tan consolidada y tan “guerreada” a lo largo de los siglos no parece tener sentido, del mismo modo, por el contrario, que es indispensable respetar las identidades locales y no ahogarlas. Cualquier discusión sobre territorios excita a los ciudadanos y los disturbios, que pueden llegar a ser guerras, acaban ocurriendo. Esta ha sido la historia de Europa Occidental hasta mediado el siglo XX, con intervención de EEUU, Canadá, Australia, etc. Lamentablemente en la parte oriental de Europa las guerras han sido, y están teniendo lugar, en tiempo reciente.
Muy mal lo estamos haciendo cuando hemos llegado a un punto que respetar frontera y bandera sea un error o que la exhibición de una bandera sea una provocación. No se mata por una bandera pero si hay que reconocer el ámbito que cobija y que permite la evolución de una sociedad. Al final, la definición clara de fronteras se ha demostrado como un buen instrumento para frenar las ansias de los que manipulan la historia a su conveniencia y llevan a masas al enfrentamiento.
Y respecto a la jefatura de gobierno, la historia nos ha traído, al final y de nuevo, una monarquía. Monarquía que situó con rapidez al país en un contexto internacional en donde éramos prácticamente ignorados, atrajo inversión, crecimos económicamente mucho. Y nos daba empaque. Ahora, de repente, es progresista tumbar abajo la monarquía no se sabe muy bien porque, para cambiarlo no se sabe tampoco porque otra cosa. Seamos sensatos. Todos los que hemos viajado y vivido al otro lado del charco (norte y sur) sabemos el glamour que rodea a tener una monarquía. Al final los países también son marcas, marcas que se venden y una monarquía es un artículo de lujo. Monarquia por la que muchos países de reciente creación suspiran. Glamour con el que intentan envolver a sus presidentes, pero no es lo mismo.
Nadie duda que se han cometido errores en la jefatura del Estado. Por cierto, menos errores que aciertos, y esos aciertos han catapultado la imagen de España a la salida de una larga dictadura.
Si estamos todo el día en los medios de nuestra aldea global, aparte de la gestión discutible de la pandemia, repartiendo “zascas” a frontera, bandera y corona (me refiero a corona real) estamos debilitando nuestra imagen país, que vale más (muchísimo más) que los escaños que puedan conseguir algunos en instituciones por un tiempo.
Uno se pregunta si dentro de poco se va a poder decir “Viva España” sin que le multen. Yo, por si acaso, tengo previsto decirlo, con mascarilla por supuesto, hasta nueva orden.