
A lo largo de la pandemia que padecemos en todo el planeta creo no ser el único que enfrenta dos sentimientos que han acompañado este viaje. Y se evidencia cuando hemos tenido las largas y telefónicas “charlas de pandemia” (vocablo igual de afortunado o desafortunado que “nueva normalidad”). Uno de ellos, claro, es el dolor por todos los que se han perdido por el camino, con el drama añadido de las circunstancias en las que se han marchado. El otro es perplejidad.
Del dolor se ha hablado mucho, se ha escrito mucho, queda dentro y tendrá consecuencias en el futuro. Y quizá es mejor dejar hacer e ir sabiendo poco a poco que es lo que ha ocurrido verdaderamente.
Pero la perplejidad que tiene uno al ver cómo se ha manejado la información y los ritmos de ésta, así como las decisiones que nos afectan a todos, es algo que no cesa.
No fuimos el primer país en sufrir la pandemia, de hecho Italia (el vecino de al lado) nos enviaba un mensaje anticipado cada pocas horas que informaba del durísimo golpe que nos avecinaba. Nuestro Gobierno decidió no hacer nada. “No había razones objetivas para ello”, se está escuchando ahora cuando están comenzando las primeras comparecencias de políticos en tribunales. Por cierto, Portugal (el vecino del otro lado) sí tomó decisiones enérgicas y la tragedia ha sido inferior.
Posteriormente, se nos informó que las medidas de protección tipo guantes y mascarillas no eran tan importantes ni estaban tan relacionadas con la propagación o la detención de la enfermedad, para más adelante decirnos lo contrario.
Llegó el confinamiento, verdadero cerrozajo, donde fuimos obedientes, y se encerró a un país entero sine die en los domicilios, los ciudadanos llenos de preguntas y con los medios arrojando noticias aterradoras a todas las horas. Todos en casa, paralizados y el que se mueva se lleva un multazo, pero los aeropuertos y puertos tardaron días en cerrar y siguieron trayendo personas de las que se ignoraba si podían estar infectadas.
Del mismo modo el criterio para los cambios de fase, y dentro de las fases las posibles “libertades” han sido modificadas de forma continua, para desconcierto de todos y las decisiones sobre esas fases han tenido claro tinte político, no de asegurar la salud para la población por encima de todo.
Hemos vivido durante semanas con un mensaje en los medios que era “quedaos en casa ya que la muerte acecha por las calles” y ahora, casi milagrosamente, se acelera la vuelta a la calle para que se ponga en marcha la actividad económica. Y no solo eso, sino que la vuelta al cole que era algo que se daba por descontado que sería desde las propias casas y on line, hoy ya sabemos que se volverá a lo de siempre pero tomando medidas de difícil cumplimiento por parte de los críos. Y todo se apoya en datos, pero esos datos no han resultado nada predecibles, por lo que los datos proyectados a futuro tampoco parece que puedan ser de gran confianza. Se detecta la precipitación, poco respeto al ciudadano. Me comentaba un amigo, con sorna, que pueden llegar antes aviones con alemanes a Mallorca – que siempre serán bienvenidos – que el poder viajar desde Madrid a Albacete a visitar este amigo a sus padres.
Cuando llegamos a situaciones como ésta es cuando viene la pregunta de cuál es el encargo que hacemos los ciudadanos a la clase política (con independencia de ganadores y / o perdedores en las elecciones). Pienso que en las democracias occidentales lo que encargamos es la administración del país, de sus instituciones y de los medios que se ponen a su disposición, siempre ateniéndose a lo ya establecido, con un reporte a gobiernos supranacionales (Europa) y a un programa político. Y a eso le llamamos gobernar.
El problema viene cuando se adopta otra acepción de la palabra gobernar (véase diccionario RAE) que viene a decir que es “mandar con autoridad o regir algo”. Y el que manda se siente con la facultad de decidir, a veces con falta de responsabilidad o de criterio, es decir mandar por conveniencia propia o de sus intereses. Y esto los ciudadanos lo notamos, y disgusta. Y lo estamos viendo. Y la posibilidad de gobernar con determinación que ha tenido el gobierno durante este tiempo terrible, ya que llevamos tres meses ni más ni menos en un estado de alarma, no ha quedado del todo claro si ha sido la esperable.
El mundo sajón al menos en sus formas es más respetuoso con esas cuestiones y hablan de contribuyentes y no de sujeto pasivo obligado al pago, servidores públicos en lugar de funcionarios, incluso en ciertos países se habla de administracion para lo mismo que aquí llamamos gobierno. Es decir, más respeto al ciudadano. No se pierde la perspectiva de que se presta un servicio por el que se rinden cuentas de forma continua. No se trata de contraponer un sistema al otro, ya que en todos los sitios la administración de las sociedades es manifiestamente mejorable, pero al menos ciertas formas no se pierden.
La ciudadanía ante toda esta confusión y un sistema tan blindado para expresar opinión realmente como tenemos (un voto cada cuatro años) y viendo además cómo se ningunea el argumento del contrario y de la oposición política, por no decir que no se pueden hacer manifestaciones en las calles, llega a fórmulas como la cacerolada. En la época de las redes sociales, de los múltiples medios de comunicación, de la facilidad para hacerse oír, la gente tiene que recurrir a la cacerolada para ver si se enteran de algo los del otro lado de la tele. Da que pensar.
Por cierto, el vocablo de “desescalada” ni está si se le espera de momento en el diccionario RAE. Pero el que sí está y será por algo es el de cacerolada: “Protesta colectiva en la que se hace ruido con cacerolas”. Antes de que el gobierno se vea obligado a hacer un plan Renove de cacerolas (más gasto para el erario público) que escuchen fuera de sus despachos ya que hay gente, instituciones, etc. con mucho que aportar para salir de este lío monumental.