Hace ya casi doscientas mañanas que nos levantamos con la cabeza algo descentrada y con la imaginación, en fin, para qué hablar, la loca de la casa, como decía la Santa de Ávila. Recuerdo que ya andaban las yerbas altas cuando tuvimos noticias de una enfermedad, que “no nos iba a tocar a nosotros”. Llovió, nevó y la enfermedad se instaló entre nosotros. Los trigos de invierno a estas alturas de año ya les toca la siega y aquí seguimos que si galgos o podencos. Viendo lo que se echaba encima algunos ya teníamos decidido instalarnos en ese impreciso lugar que va desde el desdén hasta la melancolía que ve pasar las estaciones y las opiniones, que siempre tiene preparado un adiós por si acaso, una sonrisa amable por si es necesario, pero sin ignorar que el destino ya tiene decidido todo lo nuestro.
Y sí, oiga, desdén. Balcón desde donde se ve cuanto artificio, tan poca efectividad, esa resistencia a reconocer nuestra definitiva fragilidad ante el visitante no querido y que ha entrado en casa. Desde el desdén les veo algo arrogantes decidiendo, ¿decidiendo el qué?. Señores y señoras políticos hagan sitio, dejen pasar a los que saben algo, a los expertos (los que teníamos, pero que luego no, pero que no pasa nada que para eso estamos nosotros) y que en todo caso que ellos nos cuenten lo que saben, lo vamos a respetar, a lo mejor nos trasladan desasosiego pero irán construyendo una pequeña esperanza de forma razonable. Y frenemos un parloteo interminable que no vale para nada.
Y melancolía, lugar en el que nos resulta cómodo vivir. Lugar de encuentro entre lo que es, lo que pudo ser, y lo que no será ya nunca. Miro a la acacia del jardín, y las ganas que tiene de que llegue el otoño, hay que ver cómo se va desvistiendo para entrar en su tiempo de callada reflexión. La miro, la entiendo, no se puede estar todo el rato exhibiendo su majestuosa potencia. Se retira a descansar y pensar en sus cosas. Acaso ella, la acacia, sea capaz de entender cuáles son los anhelos de estos que están todo el día en la tele, y porque no descansan – de hablar -.
Y también melancolía por los adioses. En los pueblos de veraneo de Segovia, al final, llega un tiempo de adioses. Hasta la próxima temporada. Así son los veraneantes. Se acaba Agosto, los chicos y chicas miran por la ventanilla trasera del coche por si alguna mano, pero especialmente esa mano, se despide de ellos. Algunos de ellos han sentido que no han probado nada mejor en su mundo que ese pequeño beso robado. Se lo llevan y lo recordarán durante tiempo. Ahora las mañanas son frescas. Todo lo que hemos dejado por hacer y que teníamos previsto hacer nada más llegar a El Espinar. Cómo se ha pasado el mes, qué barbaridad.
Y volviendo a los adioses, me he fijado en este tiempo que “adiós” suena como más rotundo. Será porque lo decimos más alto, el embozo es lo que tiene. Pero adiós es, era, palabra ligera, antigua sin ser anciana, no es áspera. Y en su sutileza entra dentro rápido y ahí se queda. Como vale para muchas cosas la puedes recibir con indiferencia o puede rasgar mucho por dentro. Y no es persona (quiero decir, persona) el que no haya sufrido un adiós de esos que entran casi como un susurro pero que luego se van abriendo dentro y te inundan. Mucho adiós hemos dado en este tiempo de desesperanza. Un adiós cruel, dicho a muchos de forma inesperada y otros muchos se han marchado y ni siquiera han escuchado ese adiós. Ni han estado acompañados.
El otoño, en nuestras tierras, ya está pidiendo entrar. Esperemos que esta estación tan bella de nuestra tierra nos traiga menos dolor y no tengamos que despedir a muchos, a tantos. Son adioses descarnados que dejan mucho vacío.