Teresa Sanz Nieto – Como una canción del Mester

Otra vez San Frutos, y ya llevo más años fuera que dentro. Me siento segoviana, aunque no sé bien qué es ser segoviano; más allá del ¡anda, majo!, no hay tratados al respecto. Si de algo he presumido, viviendo en Valladolid, y cuando en mi juventud lo hice en Madrid, es de que los segovianos habíamos ido avanzando sin atarnos al lamento de que todas nuestras desdichas son culpa de otros, pese a que nos guste hacer chistes sobre los tiempos en los que Madrid era el pueblo más grande de Segovia. Tantos segovianos como quedan, o más, sumando descendientes, han ido a lo largo de los siglos emigrando, con sus dos manos, una maletilla y su esfuerzo, sorteando los cambios con nostalgia, pero no con rencor.

Yo quiero ser segoviana como una canción del Mester, que la sientes como propia tú y también cualquier otro, aunque no haya nacido en esta provincia. Cumplen cincuenta años, y ni con otros cincuenta tendríamos tiempo de agradecer lo que han hecho por la causa segoviana. Siempre han estado ahí, desde que Alfredo Matesanz radiaba las peticiones del oyente. La primera vez que vi un concierto suyo, en la plaza de Santa Eulalia, era una niña y me ruborizaba cantar que las segovianas teníamos “los ojos más bonitos que la lunita de enero”. A lo largo de los años los he visto muchas veces, la última hace bien poco, en la plaza mayor de Valladolid. Había mujeres muy mayores, tan mayores que seguro que fueron a la Sección Femenina; también grupillos anhelantes de escuchar los Comuneros, esos que en la transición recibieron el folklore como la llama de rebelión que les unía con sus antepasados. Pero sobre todo había gente, mucha gente, que se dejaba llevar, feliz, por lo que se les ocurría a los tipos que ocupaban el escenario, con simpatía y humildad.

En dos horas de concierto quedó muy claro que eran de Segovia; pero no porque presumieran de especiales, porque en Castilla y en la galaxia entera nadie es más que nadie. Por eso, cuando cantan 25 pueblecitos no paran y dicen “eh, que acaban los de Valladolid y empiezan los de Segovia”, porque para el caminante no hay límite alguno, los pinos y los matojos siguen constantes sobre la tierra.

Aunque ya no vayamos a segar a mano, ni a moler el trigo, ni usemos refajo, ni nos pegue ni padri ni güelu, sigue cortando el aire un verso como “lo que cuesta el trabajar, si cuánto pillo supiera, no abusaría del pobre, ni tampoco del jornal”. Seguimos enamorándonos de imposibles, aunque no muramos de pena, como la niña Adela; comprando, más que nunca, un abrelatas para romper los moldes de hojalata en los que algunos y algunas quieren encerrarnos; huyendo de las malas lenguas, que cortan más que el acero, y capeando los intereses de curas y taberneros con una pizca de irreverencia.

Pero sobre todo la música del Mester es una celebración de la vida. La vida que pasa como una exhalación sin dejarte nada y, con suerte, asomado a la ventana, y aun así te mantiene a la espera de si las cigüeñas han de volver por san Blas, o de si las heladas de marzo se llevarán los brotes. Puedes cantar, aunque no cantes bien, aunque no sepas; puedes bailar, aunque no tengas traje de terciopelo, basta con que te pongas una cintita en el pelo.

Si ser segoviano fuera llenarme de orgullo y de ira contra los otros, tiraría mi partida de nacimiento, para que desapareciera y no dejara ni rastro. No merece la pena entregar a los hijos la herencia envenenada de un territorio perdido que, como todos los paraísos, nunca existió. Mejor dejarles como patrimonio un puñado de canciones que hablen de los pájaros, del trabajo, del valor, de la aceptación, del amor, de la muerte y también de la alegría. Con eso podrán vivir en cualquier parte.