A los medios de comunicación se les va la vida en repetir que estamos en un mundo en cambio perpetuo: ya no hay nada seguro. Lo que mas asusta a los padres de esos cambios tan terribles que nos anuncian es que se acabaron los empleos “para toda la vida”. Quizá porque miran a sus hijos y piensan que como mucho solo podrán engañar a uno. Puede que ese sea el éxito que parecen tener las academias que se dedican a preparar a gente para oposiciones a la administración pública. El reclamo es que pueden conseguir un empleo estable, para siempre. El resto ya lo saben los opositores: vida tranquila, horarios rígidos para salir, media hora obligatoria para almorzar, etc.
Siempre me ha llamado la atención que entre las frases que animan a opositar a los diversos niveles de la administración pública nunca se encuentran algunas de este estilo: “Para servir con eficacia a tus conciudadanos”, “para facilitar el ejercicio de sus derechos a los que te pagan el sueldo”, “para conseguir un estado (o un gobierno autonómico, o un ayuntamiento) eficaz que te ahorre impuestos”… u otras similares, que los ciudadanos de a pie, que pagamos esos sueldos, nos sintamos reconfortados.
En fin, la cosa no parece ir más allá de ofrecer un ancla salvadora para los que quieren una vida tranquila, sin sustos. Algo parecido a la actitud de los depositarios en las viejas cajas de ahorro, cuando “tenían la garantía del estado”. El esforzado ahorrador se conformaba con el calendario anual de regalo que le ofrecía su caja y con la seguridad de que sus esfuerzos no se esfumarían en manos de un sinvergüenza con las manos largas, como sucedía de vez en cuando con los que mandaban en las cooperativas.
En realidad, una vida tranquila es el deseo de cualquiera. No es solo la esperanza de los aspirantes a malos y buenos funcionarios. Nadie sale a la calle cada mañana a ver como cambia de trabajo, de pareja, de hijos, de amigos, o de piso. Por lo menos, no de todo a la vez cada jornada. Es verdad que la mayoría de la gente de más de cincuenta está en una situación (profesión y lugar de residencia por ir a lo fácilmente comprobable) que ni se imaginaba cuando cumplió los dieciocho. Es más, probablemente ni siquiera existía esa profesión. Pero es como si ese cambio hubiera sido simplemente lo lógico: como si el mundo hubiera cambiado con nosotros dentro y no nos hubiéramos dado ni cuenta.
Necesitamos un mínimo de seguridad, pero cada uno tiene ese límite en un nivel distinto. Un matrimonio de funcionarios, con los sesenta recién cumplidos, ha comenzado a pagar ya su cuota para asegurarse un puesto en una residencia de ancianos de buen nivel cuando llegue el momento oportuno. Otros prefieren pensar que la pensión será suficiente y que, en el peor de los casos, podrán vender su piso actual para vivir en la recta final de sus vidas. No sé si incluso habrán estudiado las tablas de las compañías de seguros.
Todos tienen motivos para aferrarse a lo ya conseguido, como si el empleo, el puesto de trabajo, fuera una propiedad. En realidad esta actitud constituye un retraso de siglos: uno de los negocios más seguros de los reyes españoles desde el siglo XVI fue la venta de oficios. Uno podía comprar, literalmente así, comprar, el puesto de notario, o el de cualquier otro cargo del ayuntamiento… y embolsarse las tasas correspondientes al cargo. En esto los reyes no han cambiado mucho: prefieren los dineros que necesitaban ayer mas que las promesas de los abundantes en el futuro. Para los compradores de oficios eso sí que era asegurarse un empleo de por vida. Por supuesto, se podía transmitir a familiares y descendientes por herencia, como hacen aún muchos maestros de México con sus puestos.
No es extraño que en un mundo tan preocupado por lograr la seguridad sea tan difícil el cambio. Y me refiero no a la política, sino a la actitud ante la vida. Parece que el único modo de cambiar las cosas es dejarlo a la iniciativa externa. Pero externa ¿a qué? En un mundo en el que la incorporación a las responsabilidades personales (a ganarse la vida) se retrasa cada vez más, en el que la mayor preocupación de los padres es ahorrar esfuerzos a sus hijos y que tiene entre algodones a los adolescentes, que han añadido el voto a su Play Station como un juego más ¿de dónde vendrá el cambio? La impresión, a veces, es que lo único que cambia a toda velocidad son los disfraces.
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(*) Catedrático de Universidad.