José María López López – Corregir-nos

La convivencia humana está entretejida de contrastes, conflictos y entuertos recíprocos, debidos al hecho de que somos diferentes por temperamento, puntos de vista, gustos… No hay conflictos entre los seres inanimados: las piedras coexisten. Somos los seres humanos los que con-vivimos. “No es bueno que el hombre esté sólo. Voy a hacerle una ayuda adecuada” (Gen 2, 18). Nacemos de otros seres humanos. Y gracias a ellos. Además, de alguna manera, todos necesitamos convivir para poder vivir. Sin embargo, la convivencia no es fácil.

Para convivir tenemos que tener capacidad y el deseo de corregir y ser corregidos. No sólo existe la corrección activa, sino también la pasiva; no sólo existe el deber de corregir, sino también el deseo de dejarse corregir. Y aquí es donde se ve si uno es suficientemente maduro para corregir a los demás. Una persona que recibe una observación o corrección sobre aspectos de su vida o actuación, los reconoce y responde con sencillez: «tienes razón, ¡gracias por habérmelo dicho!», es una persona de valor. Otra cosa es acusar sin motivos y querer que el acusado “comulgue con ruedas de molino”.

La corrección fraterna no es tarea fácil, porque el ser humano tiende a manifestar su superioridad. En este caso puede suceder por partida doble. El que corrige puede humillar al corregido queriendo hacer ver su superioridad moral. El corregido puede rechazar la corrección por falta de humildad en el que corrige.

Corregir no es meterse en la vida de los demás. Hay quien disfruta con ello, pero no ayuda. Corregir es algo distinto. No es un proceso acusatorio y condenatorio, no es un interrogatorio con torturas. Es ayudar a otro a crecer, a reconocer y superar una situación perjudicial. Y esto, porque la otra persona nos interesa. Es aceptar que también nosotros tenemos capacidad para ser corregidos porque también cometemos errores. Que no corregimos desde la arrogancia, sino del reconocimiento humilde de nuestras propias equivocaciones, e incluso que también nos equivocamos tanto o más que aquel a quien estamos intentando corregir.

El Evangelio, que es tierra de valores, nos invita a corregirnos y ayudarnos mutuamente a ser mejores. A actuar con paciencia y sin precipitación, acercándonos de manera personal y amistosa a quien está actuando de forma equivocada. “Si tu hermano hace algo mal, dice Jesús, repréndelo a solas, entre los dos. Si te hace caso habrás salvado a tu hermano”. (Mt. 18,15)
Esta recomendación sirve no solo para los cristianos sino para todas las personas y en todos los órdenes de la vida, siempre que la hagamos con prudencia, humildad, delicadeza… hacia quien queremos ayudar a corregirse, evitando que las palabras puedan herir o matar… porque ¡también las palabras matan!

Cómo cambiarían nuestras relaciones si en lugar de dejarnos llevar por miedos, prejuicios, pesimismo, turbación… nos moviéramos con libertad para descubrir y exponer la verdad, al menos nuestra parte de verdad, al corregir y dejarnos corregir.

Para saber corregir, hay que saber dialogar. Dialogar no es discutir. Es buscar la verdad entre dos personas de manera humilde y objetiva. Es dar y recibir al mismo tiempo. Cada uno puede ver lo que la otra persona no ve. Los dos pueden enriquecerse mutuamente. No se trata de aplastar al otro, más bien de escuchar sus razones, apreciando lo que hay en ellas de verdadero y procurando ver si desde puntos de vista distintos, se puede transitar por la senda de la búsqueda de la verdad.

Libertad y verdad son dos actitudes fundamentales para ejercitarnos en la corrección, que se me antojan difíciles entre iguales y casi imposible con los investidos de autoridad, ante quienes tantas veces callamos por cobardía, miedo a perder la posición de que gozamos, o por otras razones espurias, que a veces llamamos prudencia. Si damos por sentado que la persona que ejerce la autoridad tiene, entre sus cometidos, la potestad de corregir, no es menos cierto que también ella debe aceptar con naturalidad ser corregida, llegado el caso. Por ambas partes se necesita un grado de madurez humana no fácil de alcanzar.