«Soy hijo de un arameo errante» dice el libro del deuteronomio de la biblia. Y es que desde que descendimos de los árboles hasta que en el neolítico empezamos una vida más sedentaria para gestionar la convivencia en ciudades y urbanizaciones han pasado miles y miles de años. A pesar de un indiscutible predominio del proceso de sedenterización, nos engañaríamos si pensamos que los movimientos migratorios constituyen una anomalía demográfica.
Por el contrario, en nuestros días se calcula que tres cuartas partes de la humanidad no residen en el lugar en que nacieron. Los desplazamientos del ámbito rural a las ciudades y las grandes migraciones motivadas por razones de conflictividad bélica o hambruna ponen de manifiesto el carácter de relativa “normalidad” del fenómeno migratorio. La misma historia de Europa se ha ido jalonando de grandes desplazamientos, cada vez más intercontinentales, donde militares, marinos, artistas, comerciantes y aventureros han ejercido un continuo nomadismo. Tenía razón Goitysolo cuando afirmaba que somos hombres y no árboles.
En efecto, los seres humanos, aunque hundimos nuestras raíces en un terruño del que nos sentimos perpetuos deudores, no estamos inevitablemente atados a la tierra. Por eso, nuestra identidad se pronuncia en globalidad y cada vez es más frecuente decir “soy ecuatoriano, madrileño, vallecano y… ciudadano del mundo”, sin que ello suponga negación de la identidad.
“Y los suyos no le recibieron”, dicen sobre Jesús: Indiscutiblemente, la movilidad de nuestra especie supone infinitas posibilidades, pero, siendo animales territoriales como somos, también es fuente de no pocas tensiones. Una de ellos, no menor, es el que conlleva la convivencia de personas pertenecientes a distintas tradiciones, culturas, patrones de comportamiento, religiones y gustos. En efecto, las grandes capitales de nuestro país y no pocas zonas rurales vienen experimentando un aumento significativo de población inmigrante.
Poner nombre a los problemas es condición de posibilidad para solucionarlos adecuadamente. En muchos barrios de las grandes ciudades se pone de manifiesto un índice más elevado de racismo o xenofobia. Los inmigrantes son, las más de las veces, mano de obra barata que limpia las casas, cuida los jardines, lleva pedidos, pica las calles o atiende a los abuelos.
Hay otra circunstancia que está en el fondo de muchos problemas de integración. Lo constituye la queja de no pocos españoles de que, cuando personas modestas intentan obtener una beca de guardería o de comedor para sus niños, con frecuencia se encuentran con que están “copadas” por personas de otras tierras. Y en la práctica los niños que primero entran en las guarderías o acceden a las becas de comedor son inmigrantes para desespero de los autóctonos que quedan las más de las veces sin la plaza o la beca.
Porque lo cierto es que ni el mercado libre ni el Estado capitalista cubren todas las necesidades, sino solo aquellas que son ‘solventes’, es decir que tienen poder de pago. Por ello, el capitalismo (estatal y privado) no puede afirmarse que sea el único modelo de organización económica. En efecto, hay que prevenir frente a la ‘idolatría del mercado’.
Un ejemplo de dictadura estatal es lo que se comenta, entre las élites intelectuales de Bruselas, sobre las declaraciones de la eurodiputada Irene Montero. Afirmó que la selección española llegó a la final por los goles que marcaron dos personas ‘racializadas’. Nombró a Lamine Yamal y Nico Williams, sin precisar que el segundo gol fue de Dani Olmos. Hay gentes con capacidad asombrosa para manipularlo todo, partidizarlo todo y simplificarlo todo, incluso el respeto que merecen los menores. En lugar de pensar, estudiar un poco y conocer la complejidad, se apresuran para atribuirse medallas inmerecidas.
Lo más fácil es llamarlos menores no acompañados(menas). El problema no está en la acogida, sino en la firmeza moral para la gestión de las fronteras y el desarrollo integral, la coordinación institucional y la responsabilidad solidaria. No es problema de xenofobia sino rechazo de los pobres.
Frente a esto, el humanismo cristiano está abierto a acoger a todo ser humano y a aceptar el derecho a emigrar y el derecho a no emigrar. Ante esto la autoridad legítima tiene el deber de regular la emigración y si no lo hace la generosidad de los ciudadanos tiene la obligación moral de fomentar la acogida.
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(*) Profesor emérito.