
No es saludable que se le reproche a un mandatario pedir la opinión de los ciudadanos a través de una consulta ciudadana. Venga el reproche de un partido político o de opinadores profesionales desde sus poltronas madrileñas. La opinión de la ciudadanía siempre enriquece. La democracia es un sistema por el que se verifica cada tiempo la existencia y el pálpito histórico de una comunidad. Nunca hay que tenerle miedo. Como nunca hay que prejuzgar a los individuos –léase a las formaciones- sino por sus acciones; no por sus palabras; no por su apariencia. Este es uno de los problemas de Vox, como lo fue de Podemos, como lo es de todo partido, de toda organización, que basa su política en el populismo: que su discurso se dirige a los lados más primitivos del sentimiento humano; que dibuja soluciones sencillas a problemas complejos: es su fuerza pero también su amenaza: la política no se realiza a través de discursos y de soflamas con más o menos pobreza intelectual, sino de la administración de la cosa común, que es el bien público.
Entendidos así lo valores de la democracia, que en España, quizá en como ningún otro país del mundo, están perfectamente estructurados en la Constitución española, chirrían los cordones sanitarios, están de más las líneas rojas: aquí no sobra nadie, salvo quienes se quieran excluir. No viene, por lo tanto, nada mal que estos partidos con tendencia al populismo se incorporen a la realidad de los valores constitucionales en el más amplio sentido de la palabra. Es una forma de perder la virginidad política que tanto rédito electoral da. Y de que también la pierda, embutida en prejuicios históricos, la propia sociedad. Si legítimo fue, y nadie puede dudarlo, la entrada de Podemos en un gobierno con el 13% de los votos, lo mismo lo es que acceda Vox al ejecutivo de una comunidad autónoma con cerca del 18% de respaldo popular. Bien es verdad que atrás deben quedar mensajes demagógicos contra la inmigración, contra la prensa canalla o la puesta en duda del drama que supone la violencia machista, sustantivo y adjetivo incluidos. Como también deberían haberse superado las dudas sobre un orden constitucional basado en la división de poderes, cosa que todavía se sigue haciendo desde una parte del Gobierno español a través de una ministra como Irene Montero.
Buena parte de los votantes de Vox en Castilla y León hubieran votado por Díaz Ayuso en Madrid o por Núñez Feijóo en Galicia
¿Qué camino tenía Alfonso Fernández Mañueco, vencedor de las elecciones en Castilla y León? Solo tres: un gobierno en solitario después de que el PSOE se abstuviera, escenario poco probable porque anularía la oposición que quedaría en manos de Vox y porque además los socialistas ni siquiera la pusieron sobre el tablero de negociación. La segunda era un ejecutivo en minoría, que estando como está el Partido Popular a escala nacional más pronto o más temprano hubiera derivado en otras elecciones así como en un desgaste político inasumible. Solo quedaba, por lo tanto, el acuerdo con Vox, sector del que proceden sociológicamente los votos de los populares antes de que se constituyera como formación política el partido de Abascal. Buena parte de los votantes de Vox en Castilla y León hubieran votado por Díaz Ayuso en Madrid o por Núñez Feijóo en Galicia, ¿alguien lo duda?
El acuerdo poseerá además otra derivada muy interesante y en la que pocas veces se depara. La guerra cultural, sociológica, política en los partidos que conforman la derecha española dejará de tener un matiz simbólico, basado fundamentalmente en la palabra, y se concretará en políticas concretas: no en el deber ser, sino en el ser. Ese será el marchamo con el que se presentarán uno y otro a las próximas elecciones: lo hecho, no lo dicho.
Todo partido pequeño que comparte espacio electoral con uno mayor tiene el peligro de quedarse como una mera referencia si no toca poder, subiendo y bajando como la espuma. Es lo que le pasó a Cs por no asumir sus responsabilidades en Cataluña y en España. Pero también se enfrenta a la amenaza de que desde el poder las perspectiva sea diferente, y las grandes proclamas simplistas experimenten la dinámica de un suflé ante la política real, la que se enfrenta a la gestión y a las decisiones no de lo querido sino de lo posible. Que se lo digan, si no, a Pablo Iglesias.
En Castilla y León se vivirá la primera resolución a este enigma que no es coyuntural, sino estructural. Un escenario en que la virginidad –de Vox, del PP, de la propia sociedad española- se pierda y con ella los tabúes que arrastra. Más allá de las tontas palabras de dirigentes europeos que olvidan las realidades históricas y sociales de cada país, España puede ser un ejemplo europeo en democracia: tendrá ministros comunistas en el Gobierno nacional y consejeros de la derecha radical en sus comunidades; experimentará, incluso -ya lo está haciendo-, cómo una formación que apoyaba la lucha armada ahora tiene presencia institucional y pacta con el Gobierno del Estado. Es el resultado de la soberanía popular. Si son capaces todos de abogar por un orden social justo, con tolerancia recíproca y con lucha de ideas sin tratar de aniquilar al contrario, y mucho menos a la Nación que representan, se habrá conseguido un hito histórico, y muchos fantasmas del pasado quedarán superados. El camino emprendido en 1979 habrá llegado, por fin, a la meta que pretendía.