
Quedan todavía unos días para que la campaña electoral comience en Castilla y León, pero esta tierra ya se ha convertido en el escenario propicio para que la contienda política se desarrolle con una intensidad notable.
El problema es que España viene asistiendo a una especie de campaña electoral permanente. Hace menos de un año fue Madrid, y poco antes Cataluña, País Vasco y Galicia. Dentro de unos meses lo será Andalucía, y algo más tarde ya estaremos enfrascados en las elecciones municipales. Desde luego no va a ser desde estas páginas desde la que se desdeñe la fiesta de la democracia por excelencia, cuando los ciudadanos tienen el derecho y la oportunidad de hacer valer sus preferencias. Pero la estabilidad de un país no puede estar sometiéndose a altibajos de manera permanente dependiendo de resultados parciales. Los partidos políticos mayoritarios están convirtiendo las elecciones autonómicas en una especie de refrendos a sus posiciones a escala nacional, lo cual produce unas tensiones que poco ayudan a la fortaleza de políticas a largo plazo. Esos partidos están anclados en el cortoplacismo, en iniciativas que pueden proporcionarles un rendimiento inmediato en las siguientes convocatorias locales. Y mientras tanto, decisiones que deberían conformar la política de Estado quedan en suspenso.
Tan importante como las reformas constitucionales que en ocasiones se proponen es el cambio de la ley electoral para evitar que algunos, desde una minoría irrelevante, chantajeen y pongan su voto al servicio del mejor postor
Por supuesto que la responsabilidad descansa en buena medida en los líderes de los dos partidos mayoritarios, incapaces de llegar a acuerdos generales que en cuestiones básicas otorguen estabilidad institucional al país. Pero también una gran parte de la causa de este mal, que tiene la amenaza de convertirse en endémico, reside en el sistema electoral español, que fomenta la fragmentación parlamentaria, lo que a su vez anima a pactos coyunturales, con el mercadeo como arma más valiosa. Produce vergüenza contemplar cómo en las negociaciones de unos Presupuestos Generales del Estado se ponen sobre la mesa cuestiones como la cesión de la política penitenciaria a una Comunidad Autónoma o el apoyo al uso de un idioma en una plataforma televisiva. Por ello, tan importante como las reformas constitucionales que en ocasiones se proponen es el cambio de la ley electoral para evitar que algunos, desde una minoría irrelevante, chantajeen y pongan su voto al servicio del mejor postor. Esos partidos mayoritarios, es decir PSOE y PP, deben observar cómo por todos los territorios, y cual si fuera una reedición del cantonalismo cartagenero del siglo XIX, están proliferando pequeñas formaciones que a escala regional o nacional más que seguir una ideología concreta persiguen unos intereses locales determinados. Por supuesto que sus posiciones y reclamaciones son tan legítimas como cualesquiera –y cuando tienen el aval popular es por algo- pero la gobernanza general no puede dejarse a merced de intereses particulares.
La fragmentación del mapa político produce inestabilidad, y esta un deseo continuo de reordenación del mapa político, con una consecuencia añadida que es a la vez un peligro: el hastío ciudadano, que es lo peor que le puede ocurrir a una democracia parlamentaria por abrir la puerta a radicalismos tanto a derecha como a izquierda. Es el escenario que Europa vivió en los años 20 y 30 del pasado siglo, con resultados nefastos. Las próximas elecciones en Castilla y León, en pleno mes de febrero, van a ser un termómetro que mida el grado de apatía popular.
La incertidumbre que el coronavirus ha generado propicia vislumbrar un futuro tan distinto como complicado
Otros países, por ejemplo Alemania, han resuelto esa inestabilidad con un gobierno de coalición insólito en su historia y formado por los dos partidos mayoritarios. El SPD ha roto, además, un lugar común de quienes rechazan estos acuerdos: no siempre perjudican al minoritario de la coalición. Ahora los socialdemócratas cuentan con un presidente de Gobierno y con una nueva coalición que lideran. En España no solo parece por desgracia imposible, sino que cualquier pacto entre los partidos mayoritarios para la menor de las cuestiones resulta una entelequia: una propuesta o enmienda queda deslegitimada si la encabeza el contrario, aunque en el fondo se esté de acuerdo con ella. La incertidumbre que el coronavirus ha generado propicia vislumbrar un futuro tan distinto como complicado. Sería esperanzador que el escenario que se ha vivido en el Consejo Interterritorial de Sanidad, con acuerdos generales, fuera un preludio de lo que se puede hacer en política. También que la memoria histórica tenga el alcance suficiente como para recordar una Transición que se hizo de manera ejemplar. Pero mientras tanto, bueno sería que alguien asumiera la responsabilidad de cambiar la legislación electoral en España: por injusta e ineficiente.