
“No vamos a cargar las tintas (…) sobre si esta situación de confinamiento obligatorio sería más propia constitucionalmente de un estado de excepción que de alarma, aunque creemos que, en un análisis de los textos que los regulan, más bien correspondería a la primera de las figuras jurídicas que a la segunda. Lo cual no supone la crítica de la medida del confinamiento ni de su tiempo, simplemente tratamos de su encaje constitucional en uno u otro régimen excepcional. La sanidad debe primar, y nadie en su sano juicio lo duda. Pero también la vigencia de la Constitución”.
Esto escribíamos desde estas mismas páginas hace ahora quince meses. No es cuestión de si el Tribunal Constitucional ha dado la razón a unos o a otros —que bien claro está— sino en incidir en el fondo de lo que el editorial pretendía y reflejaba su título: la Constitución no está confinada. Suerte que tiene unos buenos garantes, como se ha demostrado en la sentencia sobre el estado de alarma. Sentencia clara, pero proporcionada; sin recrearse en las obligaciones de la administración, pero velando por la integridad de nuestra Carta Magna. Han demostrado los magistrados que las adscripciones que les adosan algunos pueden resultar ciertas en cuanto a la orientación de sus ideas sociales o políticas —que todo el mundo, incluidos ellos, tiene derecho a tener—, pero su categoría intelectual y la conciencia de su responsabilidad se mantienen por encima de todo. Y ello, con independencia del resultado y sentido de la votación. Los apoyos se han diversificado según el leal saber y entender de cada cual.
Es una buena noticia no tanto por lo pasado, sino por lo porvenir. Tenemos por delante unos años difíciles, en los que se puede caer en la tentación de interpretar la Carta Magna según los intereses de cada partido político en un momento determinado. Hay que mantener especial vigilancia con lo que ocurre en y con Cataluña. Todavía hoy, sin que se les caiga la cara de vergüenza, hay políticos que atribuyen la situación de Cataluña a la sentencia del Constitucional casando varios puntos de la reforma del Estatut a la que tan alegre como irresponsablemente —tal como era imagen de marca de la casa— se prestó el presidente Zapatero. Como si la Constitución fuera algo que se pudiese amoldar según los gustos de cada cual.
El juego de los contrapoderes ha vuelto a funcionar en España, lo cual es una buena muestra de estabilidad. En el presente y de cara al futuro
Hemos comentado más de una vez que probablemente sea necesaria una reforma del Título VIII para evitar los desajustes jurídicos que existen entre las competencias exclusivas y compartidas entre el Estado y las comunidades autónomas. Sobre todo cuando el Gobierno, por pura pereza legislativa, se ha negado a realizar una reorganización jurídica en materia sanitaria mediante la modificación de una ley orgánica. Sería la reforma más urgente aunque no la única. Una Constitución es un todo: cada parte adquiere su encaje y su sentido en relación con el conjunto; no se puede obviar lo que no gusta o dificulta los intereses particulares, realizando manipulaciones torticeras. Es un todo, incidimos, aunque no inamovible. Tiene sus mecanismos de reforma; y solo ellos pueden adoptarse en un Estado de Derecho. Sobre quien se los salte, debe caer el peso de la ley, sin excusas de ningún tipo. Las cartas magnas se crearon no para proteger a una u otra institución, a una u otra administración, a una u otra comunidad, sino a los ciudadanos en su generalidad, que con leyes seguras y con instituciones fuertes y sólidas tienen sus derechos más consolidados. El juego de los contrapoderes ha vuelto a funcionar en España, lo cual es una buena muestra de estabilidad. En el presente y de cara al futuro.