
Estando sometido, como está, a todo tipo de mirada escrutadora, el mensaje navideño del Rey Felipe VI se caracteriza por guardar exquisito cuidado en los detalles. Detalles que presiden desde la escenografía que añade el atrezo al lugar escogido para pronunciar la alocución hasta las propias palabras que la componen. Incluso los gestos. Un gesto de normal distendido que propicie la cercanía, tan propia de las fechas. La medida sonrisa ocupó la mayoría del discurso; solo mantuvo la seriedad al recordar los efectos de la pandemia y, en sus primeras palabras, cuando tuvo una mención especial hacia los afectados por la erupción volcánica de La Palma.
En cuanto al contenido, el Rey volvió a incidir, y lo hizo de manera reiterada, en los “valores y principios” que inspiran nuestra sociedad. Valores y principios que, en un Estado social y democrático de derecho, mal que les pese a algunos, se derivan de la Constitución, “viga maestra que ha sostenido la convivencia democrática” española desde su formulación y aprobación en 1978.
Felipe VI también aludió en diversas ocasiones a la necesidad de consensos entre las fuerzas políticas; consensos que por desgracia están ausentes del panorama actual, como se encargan de escenificar cada día los representantes de los partidos mayoritarios. Y lo hizo con un silogismo que guarda en su lógica interna toda su fuerza. El consenso supone estabilidad, que a su vez propicia bienestar, única manera de garantizar la tranquilidad futura. Es este el verdadero sentido que debe imperar en una nación democrática como es la española. Cualquier otra opción, legítima por otra parte –y esa es la riqueza de la democracia- sabe que se queda en el extrarradio del acuerdo social que, inaugurado en 1978, sigue vigente hoy día. Con todas sus consecuencias. Al menos es lo que debería ser.
Fue muy significativo, asimismo, que en este proceso el Rey subrayara el deber de ejemplaridad y compromiso con la “integridad pública y moral”. No puede ser más explícito el mensaje. Pero esa ejemplaridad institucional –y el monarca habló en primera persona, incluyendo, cómo no, a la magistratura que representa- tiene que trasladarse a todas las instituciones. Integridad no solo supone no caer en las fauces de la corrupción, sino también no saltarse los mecanismos constitucionales ni el respeto a la ley. Por desgracia, durante 2021 el Tribunal Constitucional ha tenido que enmendarles la plana al Gobierno y a las propias Cortes Generales por unas decisiones que afectaban a los derechos de los ciudadanos y a los de los representantes de la soberanía popular. También ese comportamiento se aleja de la integridad pública exigible a todas las instituciones. El Rey lleva durante siete años lidiando con situaciones poco ejemplares de su familia, pero nadie puede poner siquiera un adarme de duda en su compromiso moral e institucional, que es ejemplar.
Muy significativo, por último, fue su llamamiento a la “responsabilidad individual y colectiva” para paliar los efectos de la nueva y explosiva ola de coronavirus. El hecho de que las instituciones deban cumplir con su papel no significa que desaparezcan las obligaciones de los ciudadanos. Un país es cosa de todos. Parafraseando a un presidente americano, es necesario exigir a las administraciones pero también nos debemos preguntar qué hacemos nosotros, los ciudadanos, cada ciudadano, por coadyuvar a que las cosas vayan mejor.