
La política española está adquiriendo tintes de vodevil. Y además sicalíptico. Que un dirigente político realice una crítica sobre la calidad democrática de su país tiene un pase; que ese dirigente político posea el cargo de vicepresidente ya es otro cantar. Y no por lo que dice, sino por las repercusiones de lo que dice. Que un ciudadano critique la venta de armas a Arabia Saudí entra dentro de lo respetable; que lo haga una secretaria de Estado es para hacérselo mirar. Da vergüenza ajena contemplar la retahíla de ministros socialistas turnándose para aseverar que estamos en una democracia plena, y así contradecir lo que cree y dice el vicepresidente. Como produce un cierto rubor las quejas de los diplomáticos viendo cómo la marca España baja enteros por el enésimo capricho dialéctico del tercer mayor cargo del Gobierno. Pero lo que más sorprende es el silencio del presidente ante tamaño desatino. Es lícito ante esta situación recordar el verso 20 del Cantar del Mío Cid cuando se exclama: Dios, que buen vassallo si oviesse buen señor.
¿Cómo puede el presidente del Gobierno obviar una desautorización a su vicepresidente? ¿Cómo se pueden registrar tantas discrepancias sobre asuntos de semejante importancia internacional como la posición democrática de nuestro país o la venta de armas a terceros? “El Gobierno hablará con muchas voces pero con una misma palabra”, manifestó el presidente al poco de conformarse el Ejecutivo de coalición. ¿Cuál es esa palabra? ¿Hay que atender al vicepresidente Iglesias o a la vicepresidenta Calvo? ¿A la secretaria de Estado Belarra o a la ministra Robles? España tiene en la actualidad problemas de gran calado –la situación de la pandemia, la delicada posición de las cuentas públicas, por citar solo dos ejemplos- como para estar al albur de las ocurrencias de un alto cargo que, por cierto, pocas cuentas ofrece sobre el desempeño de los asuntos de su competencia. Pedro Sánchez gobernó en minoría con unas decenas de diputados menos de los que ahora posee. Y tiene legítimo derecho a seguir gobernando. Es hora que demuestre que la posición de hombre de Estado, con altura política, se eleva ante el férreo encadenamiento al poder, que puede parecer su único objetivo. Pensar que sus socios de Gobierno, y en particular su vicepresidente, vaya a cambiar es tan iluso como esperar que llueva oro.
Es hora que demuestre que la posición de hombre de Estado, con altura política, se eleva ante el férreo encadenamiento al poder, que puede parecer su único objetivo
Las elecciones catalanas –si se resuelven en esta primera convocatoria, que está por ver-, y la perspectiva de superación de lo peor de la pandemia en el segundo semestre del año, tienen que servir como punto de inflexión. Y el escenario de gobierno requiere un cambio. A la pasmosa ausencia de actitud de algunos de los ministros se unen desencuentros en el fondo y en la forma sobre aspectos relevantes, desde el ingreso mínimo vital hasta la reforma laboral o el cambio de género. En España, la Constitución le otorga unas competencias al presidente del Gobierno que han sido concebidas para usarlas. La condición de líder se adquiere ejerciéndolas en la búsqueda del bien general, no se consigue a base de trapicheos políticos y mercadeo de apoyos.