
Escribe con mucho tino Fernando García de Cortázar que si hay una imagen que resume lo mejor de la España de este siglo XXI, esa es la de Rafael Nadal en una cancha de tenis, luchando denodadamente por la victoria de manera respetuosa y deportiva –hace unos años se diría que caballerosa, pero no son éstos tiempos para apelativos polémicos-. Sostenía Oscar Wilde que una persona inteligente pronto se recupera de un fracaso y una torpe nunca lo hace de un éxito. No sabemos si es más admirable el Nadal que felicita de corazón a sus adversarios cuando pierde o el que, como ayer, asume un triunfo -que lo sitúa con un palmarés que será difícil de igualar en el corto plazo- como un hecho más de su vida, y saluda después con respeto y afecto a su contrincante.
El temperamento de Nadal es el de una leyenda viva que se comporta con la sencillez de una persona de a pie. Si hay otros estereotipos de España que han pasado a ser caricatura: D. Quijote, Sancho, D. Juan, Carmen… sin duda no ocurrirá eso con este deportista que hace de su actitud dentro y fuera de las pistas un ejemplo. Puede ser que algunos de sus compañeros más jóvenes del circuito –impetuosos, mal educados, impertinentes, caprichosos- no sigan los parámetros de su conducta, pero no podrán ampararse en que es el signo de los tiempos, sino que lisa y llanamente responderá a su falta de personalidad y de carácter, algo desgraciadamente muy corriente en ídolos de pacotilla que no brillan para alumbrar las sombras de una época porque su luz es tan fugaz como tenue. Y no solo nos referimos al deporte, como es obvio.
Rafael Nadal es la mejor vacuna, el antídoto más eficaz ante una imagen exterior de España que no pasa por su mejor momento, anclada como está en debates estériles y en intereses tan cortoplacistas como egoístas. Hace unos años, Lily Álvarez, una de las entonces heroínas españolas en el deporte de las primeras décadas de siglo –como lo fue Margot Moles-, decía: “¿Qué hay hoy en día que reporte, así, abiertamente, manifiestamente, multitudinariamente, más gloria, más alabanza a España, que este juego limpio que todos juegan?”. Lo decía quien perdió tres finales consecutivas en Wimbledon -1926, 1927, 1928 – con ocasión de otra derrota, la del equipo español masculino, en la Copa Davis de 1965 en Australia. Hoy hablamos, sin embargo, de un ganador. En las derrotas y en las victorias; en París –qué bien suena para un español triunfar en París- o en Mallorca achicando fango tras una inundación. Un buen ejemplo de deportista, pero sobre todo una gran persona y un lujo de compatriota.