La historia de España en ocasiones ofrece situaciones grotescas; es probable que si se escarba en la de cualquier otro país civilizado ocurra tres cuartos de lo mismo. Pero el caso es que hablamos de España. En 113 años apenas si hubo retoques a la Ley de Educación promovida por Claudio Moyano en 1857. Fue una ley madurada durante dos años y que sistematizó el proceso educativo aunando las competencias de las distintas administraciones que conformaban el Estado español, y apoyándose en las órdenes regulares en la impartición de la educación en sus primeros ciclos. Fue de lo mejor realizado en España en el convulso siglo XIX. No solo resultó copiada por distintos países iberoamericanos, sino también por algunos europeos. España pasó de Monarquía a República, pero la Ley Moyano no se cambió, si acaso se mejoró en su aplicación con la incorporación de las teorías de la Institución Libre de Enseñanza.

España pasó de Monarquía a República, pero la Ley Moyano no se cambió, si acaso se mejoró

La educación en España permitió que en los primeros treinta años del siglo XX florecieran intelectuales y científicos que hoy permanecen en la memoria de todos, e instituciones en donde la libertad y la instrucción fueron de la mano. Don Gregorio, el maestro de la Lengua de las Mariposas, era hijo de ese espíritu en el que la educación en libertad suponía el mejor patrimonio inmaterial del país, y la educación y el profesorado dignos de veneración y respeto.

La estructura de la Ley Moyano duró hasta 1970. 113 años. En 40 años, sin embargo, llevamos ocho leyes que regulan la educación, lo cual es síntoma de un problema evidente. La última, la llamada Ley Celaá, ha sido aprobada con mayoría raspada hace unos días. Y ese escasísimo margen ya es de por sí un mal indicador. Habrá tiempo para desmenuzar el contenido de la ya ley, como el trato al castellano, la minusvaloración del esfuerzo o el ridículo tratamiento –más voluntarista que práctico- que se aplica a la enseñanza ‘especializada’.

Nos detendremos ahora en el problema que supone la tremenda ideologización que subyace en esta norma, aumentada si la comparamos con las que la precedieron

Nos detendremos ahora en el problema que supone la tremenda ideologización que subyace en esta norma, aumentada si la comparamos con las que la precedieron. Parece como si la mirada atrás, el revanchismo, la torpeza de entender el sistema educativo como un método para imponer una determinada manera de ver el mundo y de relacionarse con los demás, desvíen el punto de mira de lo que debe ser el objetivo fundamental de la Educación (con mayúsculas): educar ciudadanos libres e instruidos, y no solo desde el punto de vista técnico, sino sobre todo humanístico. Entender que las órdenes religiosas son una especie a extinguir en el proceso educativo es tener tal grado de miopía que deviene alarmante. Felipe González se dio cuenta a principios de los ochenta que sin el concurso de la concertada la educación en España era imposible. Si todos los colegios concertados cerraran sus puertas, España se convertiría en el primer país de Europa sin poder garantizar la educación obligatoria. Hablamos, además, de libertad. De derechos. Pensar que la educación concertada supone un agravio porque solo acuden las clases pudientes, que reciben una mejor educación, es tan ridículo como decir que la enseñanza pública es deficiente. O lo mismo que mantener que la Universidad es el destino final de todo aquel que quiera progresar en la vida. Manejamos conceptos de hace cien años. España no está obligada a dar una educación laica generalizada, como Francia, porque no es un Estado laico, sino aconfesional. Y la diferencia es sustancial. Y va referida a derechos. En un país maduro la educación, el sistema de pensiones y la política exterior tienen que emanar del consenso, no de posiciones ideológicas o del mercadeo partidista. Otra vez se ha dejado escapar una oportunidad de hacer bien las cosas, y por un tiempo.