
El 24 de abril de 1921, este periódico sacaba un suplemento especial sobre la Guerra de las Comunidades. Nosotros lo hacemos 99 años después. No es baladí la elección de la fecha, pues fue en 1520 cuando se desarrolló el programa político e ideológico de los comuneros. Malo sería que nos quedáramos en lo que de heroico nos ha trasladado el retrato de la rebelión realizado en el siglo XIX o en las películas de Juan de Orduña. Entre toda la algarabía, los discursos y las palabras propias de la época, 1921, se colaron algunas que, incluso delante del Rey Alfonso XIII, dejaron entrever un legado que después entroncó con el espíritu de las Cortes de Cádiz de 1810, de la Constitución de 1812, con el periodo liberal de 1820-1823 (del que por cierto se cumplen doscientos años) o con el proceso constituyente de 1978.
Junto con estos textos y procesos, que forman parte de nuestro acervo cultural e histórico, a los jóvenes de hoy se les debería enseñar lo que constituyó el programa político de los comuneros y que se recogió en la Ley perpetua destos Reynos, redactada en agosto de 1520 en la ciudad de Ávila y promulgada en septiembre de 1520 en Tordesillas por las Cortes y la llamada Santa Junta. No es baladí el término de “perpetua”, puesto que se consideraban los recogidos en ella principios generales y por lo tanto inmutables por suponer las bases del buen gobierno.
Sin caer en anacronismos ni en hueros juicios, supuso la Ley perpetua un avance en la gobernación de un país que salía de la época medieval y se introducía en la Edad Moderna. Al joven monarca le costó aprender, pero gracias al Consejo Real, que asimiló buena parte de los principios ideológicos de los ajusticiados a partir de 1524, el espíritu de las Comunidades entró en la administración real. Fue la victoria de los comuneros y su legado, que desgraciadamente no siempre se ha reconocido, enfrascado como se estaba en el juego de héroes y mártires.
Buena parte del pensamiento español del siglo XVI está imbuido de esa heterodoxia, de esa rebeldía, de ese deseo de poner límites a las malas políticas como antes se luchó por evitar los malos fueros. Entre toda la literatura de hace cien años, rescatamos un párrafo que nos parece resume bien el espíritu que anidaba en los revolucionarios. Y vino del obispo de Segovia, Manuel de Castro Alonso, un ilustrado que también tuvo la ocasión de conocer en Jaca el ansia de libertad ancestral de los pirenaicos: “Dice un historiador extranjero, y por ende nada sospechoso, que Castilla es el pueblo más liberal del mundo, y sus libertades muy anteriores a las inglesas y muy superiores a ellas. Es una verdad que flota en toda la historia de la Reconquista, que informa toda nuestra sabia legislación, que forja las ordenanzas y leyes y pone límites a la autoridad del rey y de la nobleza. Por todo transigen y pasan, con todo se acomodan y avienen los castellanos, menos que se conculque una tilde de sus libertades sacrosantas”. No es de extrañar que lo primero que pidan los comuneros a Carlos V es que “plegue a Su Majestad de ser casar por el bien universal que a estos sus Reynos toca” y el que “tenga por bien se casar a voto y parecer de estos sus Reynos”. Principios ambos todavía muy vigentes: no es otro el legado de los comuneros.