Con toda lógica, de esta pandemia quedará ante todo la tragedia sanitaria, la asistencial y la económica, que ya ha echado raíces pero cuyas proporciones todavía penden de la incertidumbre. Pero no habrá que olvidar una víctima colateral, en cuyo análisis todavía no se ha entrado a fondo, y nos tememos que quedará exclusivamente en el ámbito jurídico: las incongruencias y excesos en la normativa que están afectando tanto a la seguridad jurídica como lisa y llanamente a la libertad y derechos de los ciudadanos. Es tan falso el dilema seguridad versus libertad, como el de sanidad o economía. Al menos, en un Estado de Derecho maduro como es el español. Estos déficits se han producido y se siguen produciendo tanto en la administración del Estado como en la autonómica.
En ocasiones, la ausencia de congruencia en la normativa disminuye la eficacia que debe estar siempre al fondo de la legislación y en otras atenta contra el necesario control que deben ejercer, como mandataria de la voluntad ciudadana, las Cortes Generales. Un doble ejemplo fue el Real Decreto que reguló el estado de alarma. Por un lado, la norma limitaba la actuación de las comunidades autónomas cuando, a la vez, les transfería la gestión de la pandemia. Ello ha conllevado un guirigay importante entre las autoridades sanitarias autonómicas y estatales; el problema se hubiera resuelto si el Real Decreto se hubiera validado cada quince días, modificando de manera sencilla su contenido si se consideraba menester. Pero el Gobierno temió el desgaste que ello podría suponer, y amplió su vigencia aprovechando un vacío legal. Con ello, y por simple interés político, el control de las Cortes Generales en una situación de excepcionalidad se diluía; por desgracia, se olvidaba que las facultades y poderes de un estado de alarma –los ejerza quien los ejerza- son por su propia naturaleza excepcionales al afectar a derechos y libertades. Y en un Estado democrático la salvaguarda de los derechos y libertades reside en las Cortes Generales, y después en los jueces y tribunales.
En un Estado democrático la salvaguarda de los derechos y libertades reside en las Cortes Generales, y después en los jueces y tribunales
El ministro Illa también ha dimitido sin dar la preceptiva explicación de su última actividad como ministro en la comisión del Congreso. Otra triquiñuela de plazos e interpretación torticera de la ley. Y, por último, el escape del control parlamentario va a tener su postrer ejemplo en el contenido del Real Decreto-ley 36/2020 sobre ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. En el artículo 13 se recoge que la aprobación corresponderá al Consejo de Ministros, no a las Cortes Generales. Mal se entiende que si los Presupuestos Generales necesitan la validación parlamentaria, este otro presupuesto, vital para el desarrollo y recuperación económica tras la pandemia, quede como atributo único del Ejecutivo. “El Gobierno informará trimestralmente sobre los progresos y avances del Plan” a las Cortes. Solo.
España vive en un estado de excepcionalidad en el que priman los criterios médicos y asistenciales a los de la libertad, calidad de vida y economía. La respuesta del pueblo español en su mayoría ha sido modélica, salvo casos tan aislados como minúsculos. Un ejemplo ha sido la respuesta ante los cribados. Aquí no se han producido los encendidos debates que hay en Francia sobre las restricciones de derechos ni las batallas campales de Holanda. Bien estaría que al menos las Cortes Generales no perdieran su papel de control de la acción del Gobierno. A la postre, son nuestros representantes directos.