Editorial – Progreso sin ira

“Los políticos no tienen que dar más miedo que el virus. Tienen que pactar; ponerse de acuerdo y generar previsibilidad y expectativas de crecimiento a largo plazo. El inversor sólo invierte en serio en un país cuando puede prever que sí invierte x dinero en x años, ganará x y pagará x impuestos. Esa es la clave: ser predecibles”. Son las declaraciones de un premio Nobel de Economía, Finn Kydlann, sobre la situación actual de España. Y sin embargo, todos los pasos se encaminan en la dirección contraria. Esta semana pasada se ha convertido en un “iter sabati”, un camino de mil palos, para la democracia española. La bronca permanente y el vocerío han penetrado en las instituciones, y los representantes políticos pugnan por ver quién es capaz de expresar el calificativo más soez, incluso rayano en lo delictivo, dirigido a un contrario.

El enfrentamiento burdo y callejero parece haberse instalado también en una Comisión como la de Reconstrucción Económica y Social que tiene como objetivo proponer planes y programas de cara al futuro, y que debería comenzar por fijar las bases de los próximos Presupuestos Generales del Estado para 2021. Qué diferencia con Italia, que ha elegido una comisión de expertos para pilotar el camino hacia la economía pospandémica encabezada por Vittorio Colao, un gestor de prestigio, durante una década consejero delegado de una gran empresa de telefonía. Parece que el mensaje español es el contrario. El vicepresidente segundo demostró en el pasado su aversión a los grandes empresarios, como Amancio Ortega, y en tiempos en los que habrá que acudir al mercado con más asiduidad según los planes del Tesoro español se presentan iniciativas como las que gravan determinadas transacciones financieras y se amenaza con un impuesto de patrimonio reforzado. Por no olvidar su continua apelación a las nacionalizaciones como instrumento genérico –no puntual, extraordinario- de intervención del Estado en la economía.

Son todos ellos mensajes que intranquilizan al mercado y a las instituciones europeas en unos momentos en los que tan importante es la generación de confianza como los planes precisos y la programación fiscal severa a medio plazo. Es la predecibilidad con la que abríamos estas líneas en boca de un premio Nobel que tan bien conoce la economía española. Y lo preocupante es que no se atisban en el horizonte síntomas de cambio, por más que intervenga la vicepresidenta Calviño como apagafuegos ocasional. Nos tememos que se le amontonará la tarea en el futuro, porque la base de todo –incluida la reforma de la Reforma laboral- se encuentra en el pacto de coalición PSOE-Unidas Podemos, que es de por sí una hoja de ruta bien clara. Y de esos polvos vienen estos lodos, por más que se quiera hibernar este acuerdo y sus medidas con ocasión de la pandemia.

La economía española dio una muestra grande de resiliencia en la anterior crisis, la llamada Gran Recesión. Desde 2009 ha generado mayor valor añadido que en épocas anteriores, cuando el dinero que corría era puramente especulativo sin sostenerse en cadenas de valor, de ahí la burbuja que se produjo. Ese saneamiento de la economía española se ha visto interrumpido por la pandemia. El cierre de pequeñas empresas por falta de liquidez o de solvencia y el anuncio, publicado en este periódico, de la incidencia que la crisis va a tener en la hostelería segoviana es una llamada de atención para la coordinación de fuerzas, no para la disgregación. La estimación de que 2,3 millones de personas pueden verse aliviadas de la pobreza por la aprobación el pasado viernes del Ingreso Mínimo Vital supone una señal alentadora que refuerza el Estado Social. Pero debe ir acompañada no solo de medidas que eviten la economía sumergida y subsidiada, sino también de un programa fiscal a medio plazo que atenúe el déficit una vez se remonte la crisis y de unos planes concretos –por ejemplo para el automóvil o para el turismo- que contenga la caída del PIB nacional y la sangría de empleos. Planes de expansión y futuros programas de austeridad. No puede ser otra la receta. Y menos radicalismos. Y menos ira.