
La situación en España es tremendamente compleja. Con la crisis sanitaria aún sin resolver, el Gobierno presentó el pasado viernes los datos que conforman el cuadro macroeconómico; cifras que por sí mismas indican la gravedad en la que nos hayamos inmersos, con una caída sin precedente histórico de la actividad productiva —por encima del 9%— y una tasa de endeudamiento del 115%.
Por otra parte, el Ejecutivo puede encontrarse con dificultades a la hora de la enésima y anunciada prórroga del Estado de Alarma, lo que dibujaría un panorama de desconcierto político muy poco edificante para resolver la gobernanza en el tiempo de recuperación, un proceso que según sus propios cálculos durará al menos hasta el 2022. Pero, y nos duele decirlo al referirnos así al máximo ejecutivo de nuestro país, falta a la verdad cuando vincula determinadas medidas económicas, como el instrumento de los avales ICO, a la nueva aprobación del estado excepcional. Ni siquiera como advertencia es válido el argumento.
El escenario en el que se formó este Gobierno fue de precariedad. El presidente Sánchez, con aún menos respaldo popular que en convocatorias precedentes, se avino a formar una coalición con quien, una semanas antes, confesaba que le quitaba el sueño tenerlo por compañero de bancada, y, lo que es peor, depositó su estabilidad en manos de quienes —según declaraciones propias— consideran que cuanto peor le vaya a España mejor les irá a ellos. Si no son mimbres como se ve para navegar por aguas remansadas, cuanto menos para solventar las turbulencias en las que estamos inmersos. Comportamientos institucionales como los de la Generalitat de Cataluña en esta doble crisis —sanitaria y economía— trasciende lo admisible políticamente para inmiscuirse en la simple y llana felonía.
El presidente del Gobierno llamó entonces a un pacto de Estado que viniera a ser una remembranza de aquellos que en su día fueron bautizados como de La Moncloa y que sirvieron para sacar a España de una situación muy delicada. La coyuntura no es la misma, es cierto, pero el objetivo pudiera parecerse. Pero mal casa esta convocatoria con el precedente de la gestión política llevada hasta ahora. Lo que hace pensar a los partidos de la oposición que nos encontramos ante otra de las añagazas del presidente Sánchez para sacar rédito político y no ante el gesto sincero dirigido a configurar una estrategia conjunta. Pareciera que unos y otros buscaran más especular con qué espalda tendrá que soportar el peso del desacuerdo que ahondar en los puntos comunes. Pero con una diferencia: en situaciones extraordinarias, de emergencia, de alarma, como la actual, el peso y la iniciativa política recaen en quien ostenta el Ejecutivo, que no ha dejado de recibir hasta ahora el respaldo en el Congreso de los Diputados para la ejecución de medidas extraordinarias. Sin embargo, la gestión de la desescalada es el ejemplo supremo de la falta de voluntad para el diálogo y el acuerdo. Pudo argumentarse que la decisión del confinamiento fue una medida urgente por lo inesperado de la situación, y que no hubo ocasión para acuerdos, agobiados como se estaba por recomendaciones médicas –aceptamos pulpo como animal de compañía-, pero en esta nueva situación se ha tenido el tiempo suficiente para que su concepción y estrategia respetaran los usos propios de la política de Estado, que no es otra que la parlamentaria, y se habrían tenido que acordar con los principales partidos de la oposición su diseño y ejecución. Lo científico tiene su campo de actuación: diagnóstico y propuestas; lo político, el suyo: delimitación y alcance de la estrategia.
Una mayoría estable
Y si el pasado está presidido por el desacuerdo nada parece avistar en el futuro un panorama diferente. Somos muy tajantes: la recuperación sanitaria pero sobre todo la económica dependen del grado de consenso y colaboración entre las fuerzas políticas, las empresariales y sociales, y el resto de las Administraciones, que también deben jugar un papel importante en la resolución de la crisis. La vuelta a la actividad económica es importante, y las medidas que penalizan a sectores esenciales de nuestra economía —con un importantísimo peso del sector terciario— son simplemente absurdas, y no hacen que se vislumbre el buen camino. Pero más importante, si cabe, es lo que pase en el próximo año y medio; e incluso más tarde, cuando el suelo deje de moverse después del terremoto. Con toda probabilidad la Unión Europea exija —si se producen las esperadas transferencias directas— que se aplique un plan de austeridad para que el déficit público vuelva a niveles inferiores al 3% —en estos momentos se prevé que supere el 10%— y la tasa de deuda se rebaje considerablemente de la previsión del 115%. Para eso se requerirá un Gobierno fuerte y coherente con políticas de contención después de que el gasto de las Administraciones en este momento de expansión de políticas públicas haya superado el 50% del PIB. Sin embargo, en el programa económico de uno de los socios de la actual coalición se puede leer su inequívoca intención de “luchar contra la “austeridad”, es decir, la política de recortes porque no solo no ha ayudado a salir de la crisis, sino que profundiza en un modelo insolidario”. No creemos que sea la receta ideal para equilibrar las cuentas una vez pasada la tormenta ni, sobre todo, que sea esta la senda que recomienden los socios europeos de quienes, por cierto, dependen la aportación de fondos futuros.
Por lo que creemos que en caso de que no se pueda lograr una mayoría estable, como la que existe en otros países europeos, para los años que quedan hasta el final de la legislatura, la mejor solución sería que el pueblo español decida sobre su grado de satisfacción con la manera en que ha sido llevada esta situación y en quién deposita su confianza para la gestión de un futuro que se nos antoja incierto y sobre todo muy duro.