
Hace una semana reclamábamos desde estas páginas un pacto de Estado que asumiera que estamos ante una situación extraordinaria que requiere medidas extraordinarias, tanto desde el punto de vista sanitario como económico. Pero la realidad nos indica que no vamos por el buen camino. Se están apreciando actitudes que no hacen presagiar buen fin; se sigue apostando por el rédito personal o partidista antes que por el bien común, y adoptando conductas unilaterales que no invitan al consenso. El pacto requiere del otro; exige olvidarse de lo particular por el bien de lo general. El principal actor en este proceso debe ser el Gobierno, y específicamente el presidente de ese órgano colegiado. Sin embargo, desde el principio de la crisis Pedro Sánchez está adoptado posturas que casan poco con el espíritu si no con la letra del orden constitucional. Sus intervenciones semanales a los españoles, largas, larguísimas, y con un tono paternalista impropio de quien es un ejecutivo, más se parecen a las charlas ante la chimenea de un Franklin Roosevelt entre los años 30 y 40 del siglo pasado que a las de un presidente del Gobierno de un país europeo del siglo XXI. Ese tono corresponde a un jefe del Estado, y en España, por mandato constitucional refrendado por una mayoría de españoles, la representación del Estado corresponde al Rey. Él es el único que puede atribuirse el nombre de España y de los españoles. No un presidente del Gobierno. Un presidente tiene que tener grabada en la frente su provisionalidad, y eso le impide ciertas licencias. Tampoco supone buena carta de presentación las triquiñuelas para zafarse del control periódico de las Cortes españolas. La actividad parlamentaria no está suspendida, y las lagunas del reglamento de Congreso y Senado pueden ser suplidas por la dirección eficiente de las respectivas presidencias con el aval de los secretarios y la asesoría jurídica de las Cámaras. Se puede contra argumentar que el Parlamento británico está cerrado desde hace días, pero no se debe olvidar que ese país no tiene Constitución, y nosotros sí, y hay que cumplirla en su integridad, y sin vacaciones algunas. Por último, “last but not least”, no ha sido propio de un Estado democrático como el español el espectáculo de ruedas de prensa con preguntas de los periodistas previamente seleccionadas y transmitidas por el secretario de Estado de Comunicación.
No vamos a cargar las tintas, sin embargo, sobre si esta situación de confinamiento obligatorio sería más propia constitucionalmente de un Estado de Excepción que de Alarma, aunque creemos que, en un análisis de los textos que los regulan, más bien correspondería a la primera de las figuras jurídicas que a la segunda. Lo cual no supone la crítica de la medida del confinamiento ni de su tiempo, simplemente tratamos de su encaje constitucional en uno u otro régimen excepcional. La sanidad debe primar, y nadie en su sano juicio lo duda. Pero también la vigencia de la Constitución. Y si nos hemos centrado en la presidencia del Gobierno, otro tanto podría decirse de algunos de sus componentes. Es poco gratificante que a una reunión con la ministra de Trabajo —una ministra que empezó haciendo bien sus deberes pero después se aceleró con la declaración de actividades esenciales y permisos retribuidos dando lugar a una indeseable inseguridad jurídica— no acudan los representantes empresariales por sentirse excluidos en contactos previos a la adopción de medidas laborales de relevancia. Ahora se arrepentirán Ceoe y Cepyme de su indolencia inicial no reclamando un plan de liquidez ambicioso para las empresas. Como no es de recibo que el vicepresidente Iglesias cite solo la parte de la Constitución que más le interese, en concreto el artículo 128, y omita el resto del título (el VII) en el que está inmerso dentro del orden de la Carta Magna. No es la primera vez que lo hace, y nos tememos que no será la última.
Por su parte, la oposición tiene que tener alturas de miras e intentar que aquellos cuya única intención es minar los cimientos del Estado desde el interior —nos referimos a los separatistas y a quienes sostuvieron en su día la los terroristas—, luchando dentro y fuera contra la propia idea de España como nación, queden excluidos de las decisiones sobre políticas comunes.
Y solicitar que después de pasada la situación extraordinaria —que nos tememos que va para largo— sea el pueblo quien juzgue a cada cual por actos pasados y por los programas que permitan en el futuro restañar las heridas producidas en todos los campos por la pandemia y la puesta en marcha de nuevos conceptos para los nuevos tiempos. Que no pueden ser otros que incidir en la idea de Nación unida y de Estado social y democrático en el que la ley predomine sobre todo.