
Señor director:
Hace ya muchos, mucho, años, en la vieja Edad Media, los europeos eran primero europeos y luego de su pueblo. Un galo-francés que, hacia el Camino de Santiago, una vez se alejaba de los suyos, seguía caminando por casa, porque entonces se sabía, se aceptaba, que éramos todos hijos de una misma religión.
Las disputas y guerras existían, pero un “algo” nos hacía hermanos. Los reinos se dividían con naturalidad entre los hijos, pero los habitantes no se dividían y seguían perteneciendo a la misma patria.
Desde entonces, y tras múltiple pequeñas etapas, como son la llegada de Lutero y su inesperado éxito, los reyes absolutistas del siglo XIII y como punto clave la revolución francesa produjeron un nuevo concepto de Estado el cual sufrimos ahora.
Napoleón, en su aventura europea, consiguió repartir la idea de nueva separación Iglesia-estado a toda Europa, y los estados hispanoamericanos se independizaron con este pecado original que les marca desde entonces.
Los Estados-Contrato donde no existen los principios y donde la democracia no es una forma sino un fundamento de gobierno, están (estamos) a merced del consenso y de sus mayorías. Conceptos ambos que han tomado el lugar de Divinidad. Mientras lo diga el consenso, debemos tragarlo como verdadero y bueno y consecuentemente, las leyes que de ellas derivan, no son hijas ya de una ley superior natural, como en la Edad Media, sino hijas de esa verdad creada, gestada y nacida del consenso.
De esa manera tenemos que desayunar cada mañana con una ley del aborto y con una ley de eutanasia bien bañadas en la hiel de la ideología de genero ante la cual parece que no sabemos bien que hacer.
Y la razón por la que no sabemos responder es porque hemos olvidado los puntos de referencia que nos vienen dados. El consumismo atroz con el que convivimos edulcorado con buenas dosis de Netflix nos envuelve de tal manera que queda nublado nuestro entendimiento. Esto nos hace capaces de recibir con los brazos abiertos, por ejemplo, a 4 millones de ucranianos y rechazar, hace poco, a un millón de sirios, igualmente masacrados por una guerra injusta; nos hace capaces de echar las más grandes maldiciones sobre Putin y callar antes las guerras igualmente injustas y condenables llevadas a cabo por los americanos, y nos hace capaces de subir a los altares a un síndrome de Down que ha triunfado en el teatro y el cine y matar a todos los demás que siguen en el vientre de sus madres.
En fin, que mucho me hubiera gustado pintar un panorama más optimista, pero es que la hipocresía parece que campa por sus anchas. Esperemos al Domingo de Resurrección que llega la esperanza.
José de Mesa