Repasemos la historia

Miremos para atrás. Nos retrotraemos a 1977. España se emboca a la vida democrática. Pero existe un grave problema: el económico. Los últimos estertores del franquismo habían sido nefastos para la economía nacional. No se quisieron enterar los entonces gerifaltes –o no estaban los tiempos para descontentos ciudadanos- de la restricción de suministros de carburantes ordenado por la OPEP en octubre de 1973, a resultas de la guerra del Yom Kippur entre árabes e israelíes, y de las consecuencias que acarrearía. Pronto se vieron. El precio del petróleo se cuadruplicó en poco tiempo y hubo una contracción importante de la demanda a nivel mundial, que afectaría a los ingresos provenientes del turismo al año siguiente. Se concitaron por lo tanto todos los elementos que componen una crisis en su sentido más ortodoxo y en una doble acepción, en la demanda y la oferta. No solo subieron el petróleo y los productos energéticos, también lo hicieron las materias primas, y en particular el oro. La crisis tuvo otra vertiente, recordada hace poco por Joaquín Estefanía: la monetaria. Los economistas de la Escuela de Chicago, encabezados por Milton Friedmann, se oponían a las políticas keynesianas de intervención del sector público en los mercados y abogaban por un control de los flujos monetarios. Nixon, a la sazón presidente americano, actuó en una dirección semejante liquidando los parámetros de comportamiento seguidos después de la Segunda Guerra Mundial –sistema Bretton Woods-. Es entonces cuando se suspende la paridad dólar/oro y el sistema de tipos de cambio fijo. En España, mientras, el alelamiento era el estado habitual de los ministros económicos del régimen. Se seguía vendiendo a la opinión pública que éramos la décima potencia industrial del mundo -cuando no se había realizado aún la reforma siderúrgica: obra del PSOE- y que los datos de paro eran bajos. Todo saltó en 1977. La inflación subió al 30% y salieron a la luz enormes bolsas de desempleo incrementadas por la crisis empresarial, la conflictividad laboral y la huida de capitales hacia refugios más estables. Es cuando Adolfo Suárez y el profesor Fuentes Quintana –junto con otros prestigiosos economistas- proponen un importante pacto de Estado entre partidos y organizaciones patronales y sindicales. Son los Pactos de la Moncloa. Y es la erección del consenso como fuerza motriz económica. El control del gasto público, un tipo de cambio más ajustado, la reforma tributaria, la del sector público, el Estatuto de los Trabajadores, la política de rentas, el control de la solvencia y liquidez de las entidades financieras… Y la Constitución. Todas estas iniciativas fueron consecuencias de aquella forma de concebir el Gobierno. ¿No son un buen ejemplo?