Ángel González Pieras – Economía social y subsidiada

Pocos datos en común tiene esta crisis con aquella que se conoció a partir del 2008 —digo a partir porque España tardaría en reaccionar, distraídos algunos dirigentes con brotes verdes que surgían de su imaginación cuando no del puro interés partidista—. Sin embargo, entre las medidas actuales emerge una que la diferencia con rotundidad de las tomadas a partir del 2010: el intento de erigir un escudo social que proteja a los ciudadanos de los embates terribles del shock económico. Algunos de los datos son muy significativos: cerca del 41% de los españoles dependerán después del confinamiento de una administración pública, bien sea como empleado, como clase pasiva, afectado por un expediente de regulación de empleo, desempleado con derecho a prestación o beneficiario de algún tipo de ayuda. De ser cierta esta predicción, solo un tercio de la población contaría con un empleo privado remunerado. Los datos de inactividad actual ya son preocupantes: si se suman los algo más de 3 millones de parados que se contabilizaban antes de la crisis del coronavirus a los más de tres millones incluidos en los ERTE y se les adiciona los cerca de 900 mil autónomos afectados la conclusión es que alrededor de 7 millones de españoles están en el presente inactivos; mal presagio para el futuro que la EPA del primer trimestre del año se ha encargado de confirmar: en promedio, la ocupación ha caído en el periodo en 285.600 personas, algo menos de lo esperado, es cierto, pero los datos del segundo trimestre van a ser peores, una vez que tras los ERTE y la lenta recuperación de la demanda las suspensiones de empleo pasen a despidos a pesar de que el coste de estos vaya a aumentar considerablemente.
Lo que el Gobierno pretende evitar es que de la crisis salga una sociedad con más desigualdad, como posiblemente ocurriera después del 2008. Un país no puede crecer con una importante base de pobreza; es un signo de injusticia y un indicador de posible desestabilización. El caso de Francia es especialmente significativo, con capas de la población, generalmente habitantes del extrarradio, esperando cualquier mecha para provocar un fuego.

Bien es verdad que en nuestro país la menor estimación se ve alterada por los entre 1,5 y 2 millones de personas que trabajan fuera del control de la Administración: es la economía sumergida, que puede suponer entre el 17 y el 22% de nuestro PIB, según José Ignacio Castillo, catedrático de Análisis Económico de la Universidad de Sevilla. La mayoría de ellos no están en el sistema: ni cotizan ni pueden acogerse a un ERTE; muchos se benefician de los programas de renta básica de las comunidades autónomas o de la ayuda de 430 euros del salario de inserción (RAI).

Ante ello, la varita mágica de este Gobierno se centra en la renta mínima, que espera se extienda a un millón de hogares y cuyo coste se eleva a 5.500 millones de euros al año. Desde el punto de vista social no es mala medida, siempre que no sirva para desincentivar la ocupación. Pero la política económica de un país no puede descansar solo en la creación de escudos sociales. Es pan para hoy y hambre para mañana. Las cotizaciones sociales son necesarias tanto para el presente como para el futuro: una estructura productiva sólida no se crea con una economía subsidiada. Somos partidarios de un Estado Social pero sobre todo de que los recursos financieros públicos sirvan como palanca que avive la actividad en este periodo extraordinario. Dudamos de que esté cumpliendo este papel la ligazón bancos-avales estatales. Y también desconfiamos de los ánimos totalitarios que se suelen esconder en toda economía subsidiada.