
Los segovianos del pasado no debieron ser muy amantes de los jardines. La escasez de agua, una constante de nuestra ingrata climatología, aconsejaría, apelando al sentido práctico, que ésta se utilizara para regar huertos y no jardines; y como la pobreza del suelo siempre obligó a trabajar duro para ganarse el pan, nunca sobraría tiempo para dedicarlo a una actividad destinada, al menos en el sentir de muchos, a satisfacer necesidades estéticas.
Sin embargo, Javier de Winthuysen, el primer historiador de los jardines españoles, en el libro que publicó sobre ellos el año 1930, escribió en términos muy elogiosos acerca de lo que vio en nuestra ciudad: “Segovia es una de las poblaciones de más importante tradición en obras de jardinería…, los jardines del Parral que describió Navajero, los de la Casa de la Moneda, trasunto de los escurialenses, los del Palacio Episcopal, los del Claustro de la Catedral, ordenados en recuadros de cipreses y boj (que marcan la ordenación si se estudia el emplazamiento), los de la casa donde vivió el poeta Tenreiro, la multitud de jardinillos-patios, el que graciosamente deja adivinar su traza del siglo XVIII en la casa del Marqués de Quintanar, hacen de Segovia una localidad en que el arte del jardín tiene inefable importancia y propios caracteres”.
Elogiosamente, sí, pero muy a la ligera y con varios errores. El italiano Navaggiero no escribió sobre los jardines del Parral; el de la Casa de la Moneda al que él tuvo acceso no era trasunto de los escurialenses, sino un cuidado jardín romántico con elementos de hierro en corredores y pérgolas, trazado a finales del siglo XIX por Fernando Nieto Bautista, quien había comprado el complejo manufacturero cuando fue trasladada a Madrid la fabricación de moneda; y no dieciochesco sino también romántico era el de la Casa del Marqués de Quintanar. Sí atinó al conceder importancia a los jardines eclesiásticos ya que el clero, menos apremiado que el resto de la población por problemas de subsistencia, fue el que mantuvo la tradición de los jardines clásicos con los trazados en los claustros de los templos y monasterios, donde, mezclándose con otros productos útiles, se cultivaban flores destinadas al ornato de los altares.
Schaskek de Nuremberg, miembro del séquito del barón bohemio Rosmithal de Blatna, que estuvo en Segovia visitando la corte de Enrique IV, fue el primero que describió uno de aquellos jardines claustrales, el del Monasterio de San Antonio el Real: “Después que el rey se fue nos llevaron por orden suya a un monasterio que había fundado desde los cimientos doce años antes. Anteriormente no habíamos visto un claustro más hermoso; en medio de él había un jardín muy ameno, lleno de cipreses y de otros diversos géneros de árboles y hierbas”.
En cinco siglos habrá cambiado algo, sin duda, pero lo que hoy vemos nos permite suponer que el viajero fantaseó un tanto. Y también, hacer el esquema de lo que fueron, y son, estos jardines claustrales: un espacio rectangular o cuadrado, dependiendo del dibujo que hacen los muros de la edificación; un camino perimetral de distinta anchura arrimado al pie de esos muros y otros dos caminos que se cortan en cruz, dejando en el centro una mínima plazoleta destinada a recibir un pozo o una fuente. Los cuatro espacios que quedan así diseñados se delimitan por el exterior con setos de aligustre o boj y en su interior, tapizado de yedra, vinca o césped, se plantan cipreses, laureles, rosales y flores de temporada.
Hay mucho símbolo en estos jardines, con la cruz que los caminos dibujan en el suelo al cortarse perpendicularmente; con la fuente que suele situarse en el centro y que es alusión explícita a Jesús fuente de gracia y de vida; con la silueta ascensional de los cipreses… Pero también mucha alegría. La que les proporcionan el murmullo del agua rompiendo el silencio claustral, el colorido de las flores y la belleza de los ventanales con sus adornos de tracerías y columnatas.
¿Qué queda de aquellos jardines claustrales? además de éste del Monasterio de San Antonio el Real, amenazado de abandono, dado que recientemente han desaparecido de él las religiosas que lo venían habitando desde hacía siglos…
Del monasterio cisterciense de Sacramenia, nada. Del monasterio cisterciense de Santa María de la Sierra, sólo el dibujo de su planta marcado en el suelo. De los conventos franciscanos de Ayllón y de Cuéllar, nada. El de San Pedro de las Dueñas no es visitable. Del convento de San Francisco, de Segovia, la fuente rodeada con un bien recortado seto de evónimo…
El que tuvo el ex convento dominicano de Santa Cruz, ligado a presencias tan señeras como Domingo de Guzmán o los Reyes Católicos, conserva prácticamente intacta la estructura originaria: el camino perimetral enlosado de granito y los caminos que se cortan en cruz, la placita central con una elegante fuente octogonal y los cuatro recuadros. Pero dos palmeras -Trachicarpus fortunei- y un abeto rojo -Picea abies- que nunca tuvo, aunque le prestan su prestancia, lo desvirtúan.
Humilde, sencillo y austero, concebido más para atenciones de la fe que para el halago de los sentidos es el del claustro del monasterio cisterciense de San Vicente el Real, del que recientemente también han marchado las religiosas. Tiene setos de boj recortado a pequeña altura, recuadros emborrillados, caminos de grandes losas de granito dibujando una cruz latina y la omnipresente y cantarina fuente. ¿Cuánto tiempo se mantendrá, con su elemental trazado, dejado a la soledad y al vacío?
El jardín claustral de mayores dimensiones es el de la Catedral, bastante transformado en estos últimos años. Durante un tiempo -que muchos hemos podido conocer- fue un jardín en el que lo silvestre se combinaba con lo doméstico, y tenemos imágenes en las que pueden verse un nogal, varias parras colgadas de los cipreses, estos compitiendo en altura con los pináculos de piedra, y bojes tan altos como los propios cipreses. No faltaron momentos en los que sirvió como almacén para sobrantes de obra y, hecho singular, los caminos que convergían hacia el centro, eran ocho.
En estos últimos años ha sido transformado y no me atrevo a decir si para bien o para mal, aceptando que para los gustos se hicieron los colores. Se taló aquel espléndido nogal, que debía estar rondando los cien años, desaparecieron las humildes y perfumadas lilas y los altos cipreses piramidales, los ocho caminos convergentes hacia el centro se redujeron a cuatro, el camino perimetral ha multiplicado por tres su anchura y aunque, siguiendo un rasgo muy propio de la jardinería segoviana, se han respetado los bojes arborescentes dejándolos donde estaban sin atender a reglas de ordenación o simetría, lo verde, a pesar de los pensados y precisos dibujos de boj que llenan los recuadros, pierde peso ante lo mineral.
Hay muchos, y bellos, jardines japoneses en los que se busca este efecto.