Adolfo Aristarain.
Adolfo Aristarain.

JOACO: Parker decía: “Uno toca lo que uno es”. Genio.

SMIRNOFF: Sí, pero lo genial está en que estos tipos consiguen comunicar su sentimiento, pero además te emocionan por la perfección del fraseo, la técnica, ese sonido único…

(del guión cinematográfico de Roma, de Adolfo Aristarain, Mario Camus y Kathy Saavedra).

No es imposible lograrlo. Hay una opción para rebelarse contra la riada que nos lleva en la vida a vivir acorde a una manera de pensar impuesta, sea buena o mala. No la juzgamos. Observamos esa rebeldía y esa necesidad de armarse a uno mismo, como si se fuera un autodidacta del cine, de la vida, porque el Cine también es la Vida, una manera de ganársela, sin jefes, con libertad. Un joven de veintitrés o veinticuatro años puede apasionarse por un oficio como el cine, y estar dispuesto a poner cafés o enseñar inglés al actor de turno, hablar el idioma que haga falta para estar en un rodaje, para respirar el cine tal cual se hace. Enseñar inglés fue un tatuaje para Adolfo Aristarain (1943-), para alistarse, intentar aprender y estar dispuesto a embarcarse, con una maleta en la que apenas había un puñado de libros y muy poco dinero. Se trataba de estar dispuesto a vivir como una rata. Se trataba de conocer a otros aventureros de un oficio de gitanos, sin red, sin seguridades, sin nóminas fijas y luego volver de la aventura listo para seguir peleando. El camino no sería fácil.

Contaba Mario Camus que cuando Adolfo Aristarain llegó a España no tenía nada. Vivía de piso en piso, en una mudanza continua en la que había un puñado de libros (siempre London, Stevenson, Baroja o Conrad muy cerca) y sobre todo un grupo de amigos que vivían también en el alambre de la juventud y de ese oficio que se iba haciendo. He ahí el propio Camus, Manolo Marinero, Sancho Gracia, Pepe Sacristán, Manolo Velasco, Hans Burmann y otros valientes legionarios o marineros que hoy viven retirados, cada uno en su puerto correspondiente, o ya desaparecidos en la tempestad de la vejez y la muerte. Y el temible olvido.

Un lugar en el mundo del cine de Adolfo Aristarain

Pero hace muchos años, estuvieron un rato juntos, un instante, y aprendieron unos de otros, se enseñaron unos a otros, se prestaron y regalaron libros, se alimentaron de la pasión cinéfila y lectora y en aquella España oscura y mediocre de los años sesenta crearon una tripulación que estaba dispuesta a madrugar para salir a pescar sus merluzas, las que tenían que llevarse luego a la boca. Tripulación o mejor grupo que estaba dispuesto a cuidar unos de otros, siendo cada día un poco menos ignorantes, para dar un sentido a la vida, para triunfar en la vida, en cierto modo. Siguen juntos, aunque algunos hayan desaparecido, reuniéndose en los episodios de ‘Los camioneros’, en el cine de Camus, en el de Aristarain, en las obras teatrales levantadas por Sancho Gracia o Pepe Sacristán, en lo que han escrito, en lo que han leído, en lo que han transmitido a otros cinéfilos o lectores. Y a partir de ahí, de esa dignidad de busca de “siempre mejorar”, pero también dignidad de extender la mano al que lo necesita, para ayudarlo, para formarlo, crearon una camaradería, como si se tratara de legionarios arrojados a un mundo hostil, contra el que se rebelaron. Ese mundo hostil, como el de los legionarios de ‘La bandera’ de Pierre Mac Orlan, sólo es combatido desde el grupo unido. Difícilmente desde el individuo, siempre más fácil de acogotar y destruir. Los amigos se cuidan entre sí.

Pero es posible vivir así, es posible levantar una película con amigos que se unen para financiar un proyecto porque se apasionan por él, como en el caso de Aristarain con ‘La parte del león’ o con la cooperativa de “Un lugar en el mundo”, en la que la ficción está tan cercana a la realidad, siendo quizá la realidad misma. La rata Aristarain ya era otra cosa, dotada de una fuerza interior, del espíritu de lucha de un boxeador mejicano en un retrato de Jack London. Es una manera de combatir un sistema que pretende atar a todos en una manera de pensar única, para que el individuo no se rebele y no cuestione ese sistema.

Un lugar en el mundo del cine de Adolfo Aristarain

Y así el joven jugador de baloncesto, Camus, o el traductor Aristarain, leyendo, leyendo, leyendo, bebiendo, bebiendo, bebiendo (entre amigos) y trabajando, trabajando, trabajando, dejaron de ser desahuciados para convertirse en gigantes. Y los gigantes hicieron muchas películas algunas buenas y otras digamos que no tanto, pero se hicieron gigantes a sí mismos, independientes, libres, dispuestos a decir las cosas como las piensan (a unos les gustará y a otros no les gustará lo que tienen que decir). Antes que a todos ellos les lleve la nave del olvido, antes que desaparezcan en su fortín, y también cuando lo hagan, las películas, los guiones, las interpretaciones de aquellos actores y cineastas, seguirán ahí, en viejas películas en 35 milímetros, en DVD o VHS arrinconados, en festivales u homenajes armados por los que les admiran, dispuestos a susurrarles sus secretos, los secretos que enseñan como dejaron de ser ratas para convertirse en gigantes.

Un cineasta trabaja con materiales de lo cotidiano, de lo que nos pasa y es difícil explicar. Pero lo grandioso es que el cine se convierte en un terreno donde es posible manejar esto, donde es posible recrear la realidad. Mario Camus escribió y sintetizó sobre esos intérpretes, el logro de actores y actrices que nos llevan al milagro cinematográfico: “Más que apariencia de verdad, parece la verdad misma”.

Un lugar en el mundo del cine de Adolfo Aristarain

Tengo una expresión de Camus sobre lo que representa el cine de Adolfo Aristarain. Esa expresión no ha dejado de revolotear en mi cabeza: “Un nuevo humanismo”. Es una manera de definir de modo conciso la manera de hacer, de contar, de este director argentino.

Entonces leo esa cita que apunté cuando Adolfo habla del cine: “Lo más parecido que encontré de una definición del cine es que tiene mucho que ver con el jazz. Es decir, como ritmo, como forma musical, el hecho de que tenga swing, que tenga suspenso, que no sólo se resuelva una idea, que se resuelva esa idea pero modificada. Todo eso tiene mucho que ver. Bill Evans, en la portada de Kind of blue, un LP que hizo con Miles Davis, comparaba el jazz con una forma de pintura que hay en China. Se hace sobre un papel húmedo muy débil y en el cual los trazos son únicos. No se puede corregir porque se rompe el papel. Entonces el pintor está improvisando, y tiene que saber muy de antemano lo que quiere decir. Creo que esto funciona muy bien para el cine así como para el jazz. Puedes hacer varias tomas en cine o en jazz, pero llega un punto en que se acabó la grabación y eso quedó.”

Mario Camus se detiene y piensa en lo que dice Adolfo: “Adolfo tiene razón. Pero lo que pasa es que estamos siempre dentro del misterio. El jazz es el misterio. ¿Por dónde va a salir éste? No sabes por dónde va a salir. Siempre sale (porque si no, no se hablaría de él), siempre sale con algo armónico con lo anterior, siempre sale no con otra historia sino con la misma historia afinada, reproducida, repetida. Son las variaciones sobre un tema… Las historias pequeñas, los diálogos pequeños que aparentemente no tienen ninguna funcionalidad sí la tienen en el desarrollo total de la película”.

Un lugar en el mundo del cine de Adolfo Aristarain

Leo una reflexión de Adolfo, tan admirador del jazz: “Mi idea es que la narración te enganche como si fuera una buena novela. Estás exigiendo concentración y mucha complicidad por parte del espectador. Lo que hago es pedirle que se convierta en un tipo pensante que va construyendo cosas que yo le doy juntas, pero no masticadas.”

Era una reflexión a propósito de la película Roma. En mi mesa hay también un ejemplar del libro de Adolfo que contiene los guiones de Martín (Hache), Lugares comunes y Roma. Algunas páginas están manchadas por una copa de vino que derramé encima. El libro tiene una carta dentro y páginas marcadas. Leo lo que dice un párrafo concreto, escrito por Adolfo Aristarain. Ese texto me recuerda a ese cine con espíritu de jazz: “Cada plano, cada ángulo de cámara, cada inflexión de voz, cada gesto, cada mirada, cada silencio: absolutamente todo, cada elección formal o argumental en una película refleja sin piedad lo que es el director como persona.”

Pero estas pistas no revelan nada más que una búsqueda en lo que Aristarain escribe y filma. Es en sus películas donde hay que buscar a Aristarain. Lo que yo escriba sólo puede ser una invitación para ver sus películas. Es a propósito de una de ellas, Últimos días de la víctima, y de la crítica de Ángel Fernández Santos con motivo de su estreno en España con lo que me marco el punto de partida, un título, uno más. Fernández Santos ya supo verlo claro con esta película: “La caligrafía es sobria, eficaz y huye de florituras. La pobreza de medios es evidente, pero superada por la riqueza de salidas imaginativas de Aristarain, cuyo trabajo debe ser valorado en razón directa de la enorme dificultad que entraña, ya que requiere para ser convincente los signos de un gran cineasta.”

Si los tesoros estuvieran por todas partes no serían tesoros. Los tesoros que crea un escritor o un cineasta son de otro tipo. En el caso de Adolfo son películas, guiones, apuntes sobre personajes o reflexiones sobre su oficio. Lo que sucede es que en el trabajo de Adolfo (es mi sensación), encuentro muy a menudo pequeños tesoros enterrados en lo que escribe, y siento que enriquecen al que los descubre. Simplemente eso me parece ya algo excepcional. A veces lees centenares de páginas de un escritor y no encuentras nada. Muchos cineastas pregonan que ofrecen grandes tesoros cuando se trata de baratijas. No te aportan nada y engañan a los espectadores como a bobos. A mí esos trepas me engañan muchas veces. En lo que Adolfo escribe siento que encuentro algo auténtico, verdaderos tesoros. Leerlo y releerlo es darse de bruces con una lucidez que proporciona placer.

Los seres humanos que pululan por las películas de Adolfo están profundamente solos. A veces encuentran amigos, amantes, gente con la que relacionarse, con la que combatir el sentido más siniestro de la soledad. Otras veces el amor de los que tienen cerca les mantiene en pie. Pero aún así, aunque podamos estar físicamente con otras personas alrededor, existe una soledad desoladora que unida a cierta tristeza deja al ser humano al borde del abismo. Como a Fernando Robles (Luppi) en Lugares comunes. Y hay algo más allá de eso.

Hay un mensaje latente en la obra de Aristarain, desde el principio, de lucha del individuo frente al sistema, particularmente frente a lo que significa un sistema basado en una honda desigualdad, en un sistema de capitalismo salvaje que anula, que destruye la personalidad única de un individuo concreto, hasta que finalmente lo aplasta. Puede ser una gran compañía económica, una empresa, un terrateniente o incluso un sistema educativo que despide a un profesor y le obliga a jubilarse anticipadamente.

Siempre hay un individuo en lucha. Y la posibilidad de un cine humanista.

Uno toca lo que uno es, decía Charlie Parker en la cita con la que arrancamos este escrito. Deduje entonces que el cine que uno hace es lo que uno es. El cine de Aristarain es Aristarain, el de un nuevo humanismo.

Desde que vi por primera vez una película de Aristarain, “Un lugar en el mundo”, hace treinta años, lo tuve presente, tuve su nombre presente. No podía creer ese humanismo que cala en esa película, con la que Aristarain ganó el festival de San Sebastián en 1992.

Aristarain me ha seguido acompañando película a película, y también en el privilegio de conocerle personalmente. Es increíble esa magia del cine, como aparece y se nos revela, como aparece la fantasía en la pared blanca, en la pantalla. Y ese maravilloso humanismo. Búscalo, lector. Busca a Aristarain.