
Las memorias de Javier García-Pelayo (Madrid, 1951) explican en carne propia que la vida no es un algoritmo ni un power point y debe construirse “sobre la marcha”. En sus 392 páginas, se entrelazan vivencias personales y experiencias profesionales, trufadas con reflexiones filosóficas y un humor que causa perplejidad. La obra narra con estilo de prosa automática la asombrosa trayectoria de un hombre esencial para conocer la cristalización de la industria musical en España.
La autobiografía Sobre la Marcha (Volumen 1) comienza con una portada clarificadora. Se trata de una ilustración que muestra a Javier García-Pelayo a lomos de una moto de alta cilindrada que avanza como los protagonistas de la película Easy Rider: con la vista adelante y un uso limitado del retrovisor, lo justo para consultar el espejito en momentos de riesgo y mantenerse en equilibrio sobre la siempre inestable la carretera. El autor, un personaje bigger than life, se quita el sombrero y saluda la respetable: toda una declaración de principios.
La obra se encuadra en la Serie Gong y dentro de la colección Nueva Picaresca (“Astucia, viveza, disimulo y engaño”, según la RAE). El título resume casi todo lo que hay en el interior. La existencia humana ha de recorrerse “sobre la marcha”, con improvisación perpetua y con la parte cerebral del corazón como brújula. García-Pelayo dedica su libro “A La Humanidad” y el primer texto que puede leerse reproduce La Pipa de Kif, de Valle-Inclán, dramaturgo gallego que inventó algo tan característico de la piel de toro como el esperpento.
En esa misma página valleinclanesca, que alude al antiprohibicionismo defendido por el autor, aparece un dibujo que también sirve como autorretrato. Ahí, entre hojas de marihuana, aparece la “composición metabólica” de Javier García-Pelayo: 72% de Agua Enamorada; 18% de carbono enamorado, y el 10% restante corresponde a “malas decisiones tomadas por medio”. También puede verse un escudo heráldico con la leyenda: “Movilidad y fuerza como las olas del mar”. Prácticamente todo lo que se leerá a continuación se condensa en esas frases y trazos: una admirable capacidad de síntesis.
Es solo una de las muchas y valiosas ilustraciones que jalonan Sobre la Marcha. Además reproduce fotos muy relevantes, dibujos, recortes de periódicos, pinturas, y, en suma, el conjunto ofrece una estética visual similar a los fanzines de los años setenta.
En el prólogo de Antonio Gómez, se indica que “el hipismo, la contracultura y el underground españoles perseguían los objetivos de sus equivalentes americanos, la implantación de nuevos modelos sociales, culturales y morales, también políticos, que se oponían a los de una sociedad insatisfactoria. Pero en España había una diferencia. Vivíamos una férrea dictadura, y eso marca”.
Acto seguido comienza una narración cronológica trepidante que demuestra una memoria en perfecto estado de revista para reflejar con sorprendentes detalles episodios de su infancia y trayectoria, tanto la personal como la profesional, si es que pueden discernirse. Su relato deja en la cuneta el viejo dicho: “Si has vivido los años setenta y te acuerdas de los años setenta, entonces es que no has vivido los años setenta”. Pues no. Hay excepciones y nadie duda de que Javier García-Pelayo fue uno de los grandes protagonistas durante esos años salvajes que dieron forma a la contracultura. Y vaya que si lo recuerda…
El libro muestra una libertad casi rabiosa. Habla de instintos, se explaya en reflexiones de hondo calado (libertad, tiempo, historia humana alternativa), y lanza teorías como balas de una metralleta: “Creo que el sistema de circulación de ideas es parecido al sistema de circulación sanguíneo de los seres humanos”. Desbroza lecciones autodidactas de filosofía libertaria y se muestra osado, imaginativo y generoso. Aquí va un ejemplo: “El tiempo cósmico es inconmensurable para un humano, incluso cuando lo podamos expresar en cifras. ¿Quién sabe que es 4.000.000.000 millones de años? ¿Es parecido al tiempo que tarda el ser amado en responder? ¿Es lo que tarda la justicia en llegar? Viajando con LSD el tiempo se para, se estira, desaparece en inmediateces superpuestas y aglomeradas. Parménides coge sentido”.
Sobre la Marcha avanza desde la niñez hasta 1988 y se espera la segunda parte de sus aventuras para conocer el resto de su historia, cuya intensidad no ha menguado en absoluto. Describe así su fecha de nacimiento: “Nací 2.502 años después de Confucio (1.551 antes de Cristo), siendo el último de dieciséis hermanos”. Como dijo su padre cuando nació, “ya tengo para formar un equipo de fútbol”. El parto contó con la ayuda del Doctor Vital Aza y “para quedar bien con todos, me bautizaron Francisco Javier, Pedro, Vital, Rafael, de nombre y apellidos García-Pelayo, Segovia (conozco 69 apellidos más, pero serían largos de nombrar”.
Tras la muerte de su padre (teniente coronel de infantería), la familia sale de Madrid rumbo a Jerez de la Frontera. La madre vuelve a casarse y se instala en Sevilla, mientras se produce un amplio reparto geográfico de los hijos. Algunos miembros de ese sobresaliente clan alcanzaron cumbres muy altas: uno de sus tíos, Manuel García-Pelayo, fue el primer presidente del Tribunal Constitucional.
Exhibe una enorme riqueza en los recuerdos de infancia. Desde el nombre de las heladerías o reflexiones sobre sus tías hasta cómo aprendió a leer y escribir, pasando por su período como “monaguillo becario free lance”, primeros amigos de peleas o juegos, motos que le fascinaron, días en el campo, cacerías o los nombres de las calles donde vivió, todo bien estructurado para tratarse de una vida tan alocada. No obstante, insiste en que no guarda ningún recuerdo musical de aquellos años.
Una lección muy importante llegó de joven: “El primer coscorrón merecido me lo dio el Mugu, porque yendo en el autobús por la calle Tetuán, al estar parados delante del anuncio del coche que va a contramano, llevaba la ventanilla abierta, me agarré a los flecos del toldo del bar y no me soltaba cuando empezábamos a movernos. El Muguruza me dio uno de sus famosos “cosquis” de abajo arriba que en algún caso había dejado KO a alguno. A mí me dejó más o menos igual de gilipollas, pero aprendí que no hay que agarrarse uno a nada, en esta vida en continuo movimiento”, una filosofía que mantiene hoy contra viento y marea.
Entre sus recuerdos de estudiante, alude a “estar rodeado de una falsedad continua, una puesta en escena permanente, cuidando el qué dirán”. Tras ser expulsado de varios colegios, a trancas y barrancas, superó cursos y concluyó los estudios, a veces con tremendos acelerones a destiempo.
Cuenta sin dramatismos el día en que un chaval le tiró en una escaramuza infantil una lata que rasgó su ojo izquierdo. “Me eché mano al ojo y se me derramó en la mano izquierda, líquido marrón y glóbulo. Instintivamente, me lo volví a meter ´pa´ dentro”. Las heridas provocaron dos años más tarde la pérdida de ese órgano y desde entonces ha alternado el ojo de cristal (como se cuenta en el documental Todo es de Color, dedicado a Triana) con el parche pirata que realza su dimensión heterodoxa. Cuando Franco fue informado del atentado a Carrero Blanco dijo “no hay mal que por bien no venga”; algo parecido le pasó al autor cuando años después recibe la orden de presentarse en Capitanía para la mili y escribe: “Le dije que era tuerto, me preguntó si podía demostrarlo, me saqué el ojo de cristal, se lo puse cerca y me firmó rápida y oficialmente que era Inútil Total. Recogí a mi perro y terminé la mili, dando un paseo”.
Entre sus peripecias, cuenta que le internaron en “una casa de templanza” (manicomio de Miraflores, Sevilla). No fue la cosa para tanto, según narra en su autobiografía, y luego pasó por el psiquiátrico penitenciario de Carabanchel. “Los que tomaban drogas o marihuana solían acabar ahí. La Ley de Peligrosidad Social a tope”, explica.
En todo caso, las páginas más apasionantes son las que se centran en la historia del negocio musical y la cristalización de un nuevo negocio clave para la cultura popular. Javier García-Pelayo es uno de los creadores del show business en España desde muy jovencito. “Estábamos inventando una industria”. Y eso derivó en la “aparición del oficio manager de artistas en ruta”.
La determinación por la música se abrió paso con firmeza y rapidez. Despreció la lógica dominante en nuestro país y apostó por un sueño descabellado: “Mi madre nos regaló 300.000 pesetas para la entrada de un buen piso o la compra de uno más cortito. Las empleamos en pagar la producción de tres singles: De los Gong por Leadbelly, de Tessy por Pink Floyd y de Lucas con canciones guiris famosas por rumba con las que él ligaba extranjeras en el barrio de Santa Cruz”.
Su primer contacto con el universo musical fue gracias a su hermano Gonzalo (otro que tal baila), quien abrió en Sevilla un club-discoteca llamado Dom Gonzalo, en el barrio de Los Remedios. Ambos siguen unidos desde entonces en toda suerte de aventuras artísticas y empresariales. Javier ha proporcionado (entre otras cosas) su pituitaria de altísima fiabilidad para detectar talento y trasladar los hallazgos a la fase de producción discográfica, donde Gonzalo es maestro absoluto. Ese local se abrió en 1968, cuando estaban prohibidas las reuniones de más de cuatro personas en todo espacio público o privado. Eso permitió que el local se convirtiera en un centro “frecuentado por estudiantes contestatarios, rockers, músicos, hippies y jóvenes de la burguesía sevillana”, además de un creciente número de soldados de las bases estadounidenses de Rota y Morón. En poco tiempo “me hice grifota y pasé de beatnik aficionado a hippie convencido”. Se sumergió en las músicas contemporáneas: Beatles, Rolling Stones, Hendrix, Kinks, Traffic, Who… Las autoridades no tardaron en ordenar el cierre del local. Tras las acusaciones de consumo de estupefacientes se encubría “el miedo gubernamental al centro de reunión convertido en foco de opinión”. ¿Qué pasaba en realidad? Que en ese refugio musical se reunían clandestinamente los dirigentes del PSOE que llevaron las riendas del país durante los años ochenta y buena parte de los noventa, el llamado “clan de la tortilla”. De hecho, Felipe González trabajó como abogado para intentar infructuosamente la reapertura del garito.
Confiesa haber recorrido dos millones de kilómetros por carreteras “a una media de dos porros por hora. Ahora que lo controlan más y no me dejan fumar en el coche, ya no me siento seguro y he dejado de conducir”. Recuerda que por entonces comenzó la guerra de Nixon contra las drogas y menudearon las detenciones también en España.
“A mi media acostumbrada, el año 80 hice unos 200.000 kilómetros, dando vueltas y yendo a casi toda España. Todos los días se firmaban contratos, se mandaban afiches, se hablaba con docenas de agentes y promotores, compañía discográfica, entrevistas de promoción y más de una actuación cada dos días en cualquier punto del mapa, con alguno de los grupos, con varios o con todos”.
“Normalmente eran viajes desde las 12 de la mañana a media tarde, que se llega a la prueba, después hotel y vuelta por la noche al escenario. El viaje más largo, que no cumplió estos requisitos, fue Ayamonte-Figueras-Venta de Baños-Málaga. Cuatro días seguidos. De estos largos hubo tres o cuatro”, añade.
Ahí encontró su vocación: “Eso era lo que quería ser. Manager de artistas en ruta. De artistas emergentes, que disfrutaban de su emergencia, con un público necesitado de raíces propias, que reconocían en ellos esa necesidad y disfrutaban de los conciertos, incluso con lágrimas afirmadoras de una identidad recién descubierta desde el escenario. Era más que R&R, era más que entertainment, era más que show business. Estaban liderando una transformación social, estaban poniendo banda sonora popular a la transición española”.
Un día descubrió algo relevante: “Los electricistas iban a ser importantes en los espectáculos”. Y escribe: “El sonido necesario para una buena actuación se calculaba a watio por persona del aforo del local, en escenarios de 2.5 de altura, 10 metros de boca libre y dos alas para sonido de 5×3 metros y con la mesa a 40 metros del centro del escenario y un metro de alto. Eso, con lo de las tomas de corriente, camerinos, horarios de carga y descarga, agua, pruebas y actuación, más las tonterías del catering. Entraron de lleno en las cláusulas adicionales de los contratos profesionales. Teníamos hojas de ruta, con hoteles reservados y horarios acordados. Casi siempre se cumplían, otras eran horas de espera de camiones, furgonetas o coches que por algo se retrasaban y el contacto era dificultoso, aunque estaban los teléfonos del hotel y del local para recibir y gasolineras y bares de carretera para llamar”.
A partir de 1970, había mucha demanda de música en libertad y muchos grupos querían ofrecer los nuevos sonidos, pero las infraestructuras del negocio brillaban por su ausencia. Solo el voluntarismo y una aguda inteligencia para resolver problemas “sobre la marcha” permitieron vencer la hostilidad reinante, proceso en el que se mezclaba la picaresca con el negocio: “Podíamos ir en mi coche a la cita, pero los empresarios se impresionan cuando te ven llegar en taxi. Más de un contrato dudoso se firmó así, porque pensaban ´han venido en taxi y no se van a ir de vacío”.
“Estábamos inventando una industria. No teníamos medios”. Y añade: “De las luces, ni nos preocupábamos en esa época, aunque es cierto que ´qué bien se oye cuando se ve bien´ y habría 12 ó 24.000 wtts”. Explica el escritor que “una producción es conseguir que un cierto número de profesionales, en un sitio determinado a una hora acordada y durante unas jornadas laborales desarrollen sus labores profesionales en el orden adecuado a dicha producción”. Y también el secreto: “En el show business, todo el mundo quiere ver su nombre en letras de neón y no tienen todos los días esa oportunidad, por lo que suelen encarar el trabajo con muchas ganas, alegría y dedicación. Nadie se escaquea. Todos aportan su genio a la producción. Así que el productor, lo que debe hacer es tenerlos contentos, pagados, informados y ayudar a que se desarrollen. Lo que llamo pastoreo amoroso, cuidadoso y exigente artísticamente. Todo ello muy entretenido, si se hace en el orden correcto”.
Pero la faceta musical es solo una de las que puede mostrar Javier García-Pelayo. Otras páginas muestran dimensiones muy distintas como la cinematográfica (“Creo que protagonicé la primera secuencia del cine español con un desnudo frontal masculino, cuatro años después del coño de la Cantudo. La clasificaron “S”), la empresarial, la psicodélica y otras mil vidas que acumula mientras, ya septuagenario y abuelo, continúa su camino sobre la moto de la portada. Cuando se publique la segunda o la tercera parte, quizá se descubra que en realidad ha vivido 2.000 o 3.000 vidas, algunas de ellas como jugador, actor, escritor…