
El premio Nobel Bob Dylan no es el único músico con capacidad de generar obras literarias de gran valor. Patti Smith (1946, Chicago) es una escritora muy destacada en el mundo de las letras. El Mar de Coral (1996), Éramos unos Niños (2010), Tejiendo Sueños (2014) o el más reciente M Train (2016) son libros que revelan un dominio sobresaliente de las palabras y sitúan a esta mujer tan especial en la élite de los músicos que se han atrevido de forma exitosa con la aventura literaria
Más allá de la fama planetaria como cantante y artista visual, el motor creativo de Patti Smith siempre ha sido la poesía musical (sobre todo rock o punk), una fuerza lírica con la que revolucionó el Nueva York de los años setenta y ochenta. Ha publicado hasta ahora once álbumes en estudio, entre ellos Horses (Caballos), considerado como uno de los cien mejores de la historia por la revista Rolling Stone. La trayectoria de varias décadas en el mundo rockero la permitió acceder al Salón de la Fama del Rock and Roll en 2007. Como escribe Alberto Manzano, “Horses ha sido inventado: una historia a la medida de aquellos que no han dejado de creer en lo que ya creían cuando tenían diecisiete años”.
Entre sus libros cabe destacar Éramos unos Niños, donde narra admirablemente su historia artística y amorosa con el fotógrafo Robert Mapplethorpe (1946-1989), unas memorias galardonadas con premios como el National Book Award. Sus últimas entregas han sido Devoción (2018) y El Año del Mono (2020).

En Éramos unos Niños, Smith habla de su evolución desde la infancia con “mi riachuelo de palabras” hasta el fallecimiento por sida de Mapplethorpe. En el párrafo final del libro, resume la quimera literaria como escritora que marca buena parte de su existencia artística: “¿Por qué no puedo escribir algo que resucite a los muertos? Ese es mi afán más hondo”. Pero antes dedica muchas páginas al intrincado proceso que la llevó a comprender su auténtica misión: “Ser artista era ver lo que otros no podían ver”.
De niña, “metía veinticinco centavos en la máquina de discos para escuchar Strawberry Fields tres veces seguidas. Era mi ritual particular y las palabras y la voz de John Lennon me daban fuerzas cuando vacilaba”. También explica un episodio trascendental en esa adolescencia. Se queda embarazada muy tempranamente y debe entregar a la criatura en adopción, una herida que refuerza su determinación por la apuesta artística. La expulsan de la facultad, pero la vocación ya guía sus pasos de por vida. Así lo cuenta: “Mi hijo nació en el aniversario del bombardeo de Guernica. Recuerdo que pensé en el cuadro, una mujer que llora con su hijo muerto en brazos”.

La poesía también anega esos años formativos, un periodo en el que está especialmente influida por Rimbaud. El poeta francés la salvó a mediados de los años sesenta del “horror de la tediosa vida obrera”. El literato galo poseía las llaves “de un lenguaje místico que yo devoraba pese a no poder descifrarlo del todo”.
Cuando Patti Smith desembarca en Nueva York en 1967 solo lleva unos pocos dólares: llega con una mano delante y otra detrás. Pero había leído con fruición los libros de Jack Kerouac y necesitaba probar la vida en la carretera. Hasta hoy.
Smith ha reconocido que “casi todos los amigos que me gustaban estaban chiflados por Kerouac. Creo que conocí a Kerouac a través de ellos y como de segunda mano”. Eran gentes como Sam Shepard o Fred Sonic Smith. Llegó a sentir que la presencia del autor de Visiones de Cody “siempre está en el aire”. Además de la cercanía a Burroughs o Kerouac, Patti Smith también compartió recitales de lectura con Corso y cantó en su funeral, en 2001. Entonces declaró: “Afortunadamente, Gregory fue una mala influencia para mí”.
Un jovencísimo Robert Mapplethorpe se cruza en su camino durante un momento clave. El futuro fotógrafo rompió con “su padre y había abandonado sus opciones católica, empresarial y militar como consecuencia de las experiencias psicodélicas y su compromiso de vivir únicamente para el arte”. Dios los crió y ellos se juntaron hasta el fin.
En 1975, con el disco Horses, Patti Smith emite una afirmación rotunda de sus principios poéticos. Une los versos con la música punk en otros discos: Seventh Heaven (1972), Easter (1978) o Babel (1978). Se introduce así en las vanguardias neoyorquinas y el punk se fortalece. No hay nostalgia por los escritores desaparecidos, sino reivindicación del pasado literario para fortalecer las emergentes formas de cultura alternativa.

Conmueve la descripción de su combate juvenil por la supervivencia. El hambre y el azar agitan sus días neoyorquinos de práctica mendicidad. Escribe y pinta, hasta publicar sus primeros poemas. Cinco años más tarde publica Seventh Heaven y Kodak. Luego aparecerán Witt (1973) y Babel (1978).
En la Gran Manzana conoce de primerísima mano “la fraternidad de la bohème”; indaga en el poder curativo de la música, sensación espoleada por la muerte de John Coltrane. Otros jazzmen que la fascinan son Eric Dolphy y Ornette Coleman, quienes “habían abierto el mundo del jazz como si fueran abrelatas humanos”.
Entre las mejores páginas de estas memorias están las dedicadas al mítico Hotel Chelsea, refugio artístico en Nueva York para generaciones de aspirantes a artista. Smith sabía en aquellos días de penuria extrema y fiebre poética que “a veces podías conseguir habitación en el hotel Chelsea a cambio de arte”. Y añade: “El Chelsea era como una casa de muñecas situada en los límites de la realidad y cada una de su centenar de habitaciones encerraba un pequeño universo”. Por eso dedicaba bastante tiempo a “remolonear delante de la puerta de Arthur C. Clark con la esperanza de que saliera”.
El hotel se parecía esos años al camarote de los hermanos Marx, pero repleto de artistas: “Allí pasó sus últimas horas Dylan Thomas, sumergido en la poesía y el alcohol. Thomas Wolfe lidió con los centenares de páginas manuscritas de su You Can´t Go Home Again. Bob Dylan compuso Sad Eyed Ldy of the Lowlands…”.
Smith montó su primera exposición de dibujo en el Gotham Book Mart, allá por 1973, y fue representada por la Robert Miller Gallery durante tres décadas; varias retrospectivas se han organizado en el Andy Warhol Museum, la Fundación Cartier o el Wadsworth Atheneum Museum of Art.
Mucha poesía y mucho amor en esos días de vino y rosas, pero como escribe en Éramos unos Niños “el romanticismo no podía colmar mi necesidad de alimento. Hasta Beaudelaire tenía que comer”.
La parte central del libro está dedicada a Mapplethorpe, con quien vive años de complicidad total: “Era importante que nunca nos permitiéramos excesos el mismo día…”. La búsqueda de sentido artístico en aquel Nueva York los une para siempre. “Robert diría que la Iglesia lo conducía a Dios y el LSD lo conducía al universo. También decía que el arte lo conducía al diablo y mantenía sexo con él”, recuerda en las páginas de esta autobiografía que incorpora además fotografías de gran valor tomadas durante esos tiempos salvajes. Conocen ambos a Andy Warhol, pero a Patti Smith no le convence: “Prefería un artista que transformara su época, no que la reflejara”.
Tras un abandono temporal de las tablas (al fallecer el marido y padre de sus hijos Fred Sonic Youth (1949-1994), vuelve a actuar en 1995 y sus dosis musicales de recuerdo a los ausentes de su vida aumenta sin tregua. Smith continúa en tiempos septuagenarios inmersa en ese afán artístico y sigue en la carretera creativa, como se pudo comprobar el pasado verano durante su gira por España. Quizá el momento cumbre de su última visita se produjo en el concierto celebrado en el Jardín Botánico de Madrid, un acto más poético que musical, si es que pueden disociarse ambos elixires para el alma humana. Recordó esta mujer los 25 años del adiós de Allen Ginsberg con un vibrante poema que convirtió a cada espectador en algo tan sagrado como eterno, en la más pura tradición beat. El autor de Howl (Aullido) y Smith se conocieron precisamente en el Hotel Chelsea poco después del fallecimiento de Jack Kerouac, otro ausente de presencia constante.
Algunos problemas con el sonido en Madrid los solventó con maestría. ¿Qué se hace en la vida cuando algo sale mal? Se repite. Y a vivir. El apoyo musical de sus dos hijos (Smith se casó con el músico Fred Sonic Smith en 1980 y tuvieron dos hijos, Jackson y Jesse) resultó decisivo para generar una energía desbocada, con retazos de punk, destellos cristalinos de Dylan o aromas de McCartney. Así llegó una Gloria musical vanmorrisoniana que se quedó removiéndose en los agradecidos cuerpos que la bailaron.
Dylan encomienda en 2016 a Patti Smith que viaje a Suecia para recoger su Nobel. Ella lee el discurso preparado por el bardo de Minnesota en la Academia Sueca con la alegría de quien ve reconocido también en ese premio a todos los que intentaron el triunfo artístico y se quedaron en la cuneta, con cariño especial a los miembros de la Generación Beat. La encargada de tan alto honor había estado entre los personajes más innovadores en sus comienzos, pisando el territorio compartido del punk y el rock, y siempre con la poesía como brújula musical. Como escribe Ronna C. Johnson, “el arte de Smith conduce las transiciones culturales y literarias que van desde el Beat (arte de resistencia) hasta el pop (arte de la simulación) y hasta el punk (el arte del rechazo)”.
La poesía, el desprecio a las normas, un alto individualismo y la innovación artística como necesidad son otros puntos comunes de Smith y los beats. La artista transita ese mismo sendero que la ha llevado a consolidarse como una fuerza literaria que rebosa energía juvenil. Sus últimos libros Devoción (Lumen, 2018) y El Año del Mono (Lumen, 2020) lo confirman.
La lista de fallecidos que han dejado honda huella en Patti Smith, y en su obra, se alarga sin piedad: Jim Morrison, Lou Reed, Brian Jones, Allen Ginsberg (a quien también cuidó en sus últimos días), Fred Sonic, Sam Shepard… Para todos ellos valen las palabras con las que intenta resucitar a todos sus muertos en la canción Elegie, el cierre de Horses: “No sé qué hacer esta noche / Me duele la cabeza mientras bebo y respiro / Los recuerdos caen como crema en mis huesos, removiéndome / Debe de haber algo con lo que soñar esta noche / El aire se rellena con tus movimientos / Todo el fuego se congela y aún así tengo voluntad / Trompetas, violines, se escuchan distantes / Y mi piel emite un rayo / Pero pienso que es triste, es muy malo / Que nuestros amigos no puedan estar con nosotros hoy”.
Inquietudes científicas
Además de su talento literario, musical (referencia mundial del punk/rock desde mediados de los años setenta) o fotográfico (siempre lleva una cámara Polaroid de 1967), Patti Smith también ha cultivado inquietudes científicas sorprendentes. Una de ellas es su interés por el científico alemán Alfred Wegener, autor de la Teoría de la Deriva Continental, plasmada en el libro El Origen de Continentes y Océanos (1922). De ahí proceden los conocimientos iniciales de la tectónica de placas que explican el funcionamiento de la corteza terrestre, además de las causas de terremotos y volcanes.
No es la única hincha de Wegener (1880-1930). Hace algunos años se constituyó una especie de sociedad secreta llamada El Club de la Deriva Continental, restringida a un selecto grupo de 27 miembros que se identificaban mediante un número. Smith fue la socia 23 y participó activamente -según cuenta en M Train- en perpetuar la memoria del científico. El resto de forofos del explorador eran en su mayoría matemáticos, teólogos y geólogos.
Esta peculiar comunidad se fundó en la década de 1980, tras el impulso de un meteorólogo danés. Los miembros de El Club de la Deriva Continental debían guardar discreción, acudir a las conferencias bianuales y desarrollar los trabajos encomendados. También estaban obligados a conocer las actividades del Instituto Alfred Wegener de Investigación Polar y Marina, en Baja Sajonia.
Patti Smith llegó hasta el grupo gracias a su interés en fotografiar las botas del Wegener. Entró en 2006 y empezó a obsesionarse con la muerte de este extraordinario explorador polar, fallecido durante su última expedición, en 1930. Wegener estaba muy dolido porque la comunidad científica (salvo algunas excepciones) se burló de sus ideas. Defendía que hace unos trescientos millones de años (siglo arriba, siglo abajo) los continentes formaban una masa única que él llamó Pangea, una teoría que sacudía los cimientos de la geografía, la geología, la geofísica y la oceanografía. Ese inmenso bloque se fragmentó y sus trozos se separaron paulatinamente hasta formar los continentes actuales. La chispa que encendió esa teoría se produjo en 1911, cuando Wegener se quedó mosca al comprobar las similitudes de los fósiles descubiertos a ambos lados del Atlántico.
Los científicos ortodoxos pusieron el grito en el cielo y trataron de echar a la basura la nueva visión que se reflejaba en el libro. La versión oficial era que las inmensas masas terrestres habían estado conectadas por puentes de tierra y después se habían hundido. Ese rechazo enardeció su deseo de obtener pruebas que demostraran la hipótesis y restablecieran su reputación. Se decidió a viajar por cuarta vez a Groenlandia en busca de evidencias, pero sólo encontró la muerte.
Patti Smith cuenta que “partió de Eismitte el día de Todos los Santos en busca de provisiones para sus amigos, que esperarían impacientes su regreso. Era su cincuenta cumpleaños. El blanco horizonte lo llamaba. Divisó un arco de color que mancillaba la nieve. Un alma que se alejaba de la otra. Pronunció el nombre de su amor, de quien lo separaba un continente a la deriva. Al caer de rodillas vio a su guía varias yardas por delante con los brazos en alto”. Y concluye: “Mi intención era sintonizar con los últimos momentos de vida de Alfred Wegener, partiendo de la mente unida de los miembros del club, movida por la pregunta: ¿qué vio él?”.
Tras los descubrimientos que se produjeron a partir de 1950 en los fondos oceánicos, se acumularon las pruebas en favor de la teoría de la deriva continental. En la actualidad, el club se ha disuelto y Patti Smith hurga en sus recuerdos para hacer literatura.