Los locos hermanos Marx.
Los locos hermanos Marx.

Es la historia del cine para mí la historia del cine que he visto. Pero desde el mismo instante en el que veo una película, en el fragmento de tiempo de un parpadeo, la mala memoria invita a olvidar el título, o el rostro de un intérprete, o un diálogo. Hay películas que quizá no tendré oportunidad de volver a ver. Será como si no las hubiese visto. Es por tanto el sinsentido.

Así que hay que buscar. Buscar. Buscar. Buscar las películas, nuestras películas, con la esperanza de encontrarlas. Sólo de vez en cuando lo lograremos.

Buscando ruta me encuentro con dos guías. Uno es el cerebro (Ángel Fernández Santos) y otro es el corazón (Manolo Marinero). Ambos escribieron muchísimo de cine pero desaparecieron hace casi veinte años. Les echo de menos. Ambos están presentes aquí, en estas líneas. Fernández Santos escribió un artículo titulado “La batalla del cine contra el olvido”. Sí, Ángel, te leo, estás vivo. Eres el cerebro y sigo tus órdenes: el cine como memoria de las cosas. Esa es misión fundamental. Mientras, el corazón desprecia la realidad, en un estadio superior de conocimiento. Marinero era consciente de que él era cine. De que es cine. En estado puro.

Escribo sobre ellos. Cerebro y corazón. Escribo y escribo y escribo sobre ellos y de nuevo estamos frotando la lámpara maravillosa de Aladino. Escribo rápidamente estas líneas con la curiosidad de ver a donde llego. Frenéticamente. Sin descanso.

Estos escritos de cine que hago, me llevan a veces al entusiasmo. Estoy contento. De vez en cuando logro algo de lo que me proponía. Otras veces, a menudo, me dejan exhausto, pesimista, con ganas de dejar de escribir, de tirar la toalla y dedicarme a la lectura. La lectura no termina nunca. Es difícil escoger entre ambas. No sé si puedo hacerlo.

Hablaba de curiosidad. Curiosidad porque al escribir lo hago por aprender algo. Tiro de los hilos. Siempre lo hago así, y generalmente me gusta detenerme en un actor (por ejemplo Pepe Sacristán), una actriz (por ejemplo Ingrid Rubio) o un cineasta, que puede ser Alain Tanner, Theo Angelopoulos, John Ford o Adolfo Aristarain. A algunos de ellos, como estos que planteaba, los olvido. No se puede llegar a todo. A otros me empeño en rescatarlos, sea en una única película, o en un guión, o en un diálogo, o en un director de fotografía. En una melodía. Todo es posible. Rescatar algo. Rescatar algo. “El polvo del tiempo lo cubre todo”, se dice en “El polvo del tiempo”, de Theo Angelopoulos.

Roma de Adolfo Aristarain.
Roma de Adolfo Aristarain.

En el cine en el que trabajé tuve la suerte de conocer a Adolfo Aristarain, gracias a su película “Roma”. Escapé por un rato de mis trabajos en el cine, como acomodador y como proyeccionista, para reunirme con el cineasta argentino. “Roma” era, sigue siendo para mí, su película más importante, la película sobre una madre y su hijo. El hijo era el propio Adolfo Aristarain. Es una película que no olvidaré, que quiero ver muchas veces. Y Aristarain conspiró conmigo para rescatar a un amigo común nuestro, Manolo Marinero. Él me llevó a Marinero. Yo iba a escribir, sin imaginarlo, lo que sería mi escrito fundamental sobre el cine, el escrito sobre el “corazón” Marinero.

Fue posesión infernal por Marinero. Guerra al olvido marineriano. Mi misión era rescatar del olvido a este director-escritor-guionista-actor-crítico. El cineasta total. Y todos somos cineastas, me dijo Víctor Erice. Si todos lo somos tenemos que estar al tanto del cineasta prójimo.

Ahora, con cincuenta años, me doy cuenta que una misión, un sentido, es rescatar a esos cineastas, a Aristarain o Marinero, a los nuestros, como José Luis Borau (prácticamente condenado al ostracismo desde su muerte) o Antonio Drove o Fernando Fernán-Gómez.

Maldito olvido. Es la batalla del cine contra el olvido, la premisa del cerebro Fernández Santos. Tengo que repetirlo, repetírmelo muchas veces. Lo ordena el cerebro.

Decía que el peligro es olvidar a nuestros cineastas, los que escriben o filman en nuestro idioma. Aunque es lo de menos, porque en el cine no existen las nacionalidades. Son un espejismo.

No te olvidaré, cine. No te olvidaré aunque seas una película que no se ha hecho nunca. Y más si es una película que ha hecho un buen amigo mío. El corazón Marinero se une a Manolo Matji para escribir “El mal soldado”. No pudo ser película, no se filmó. ¿Es eso cine? Por supuesto. Cómo no va a serlo. Por eso no dependemos de la proyección en la pantalla del cine real. Hay otros cines, otras pantallas no oficiales, como dijo mi amigo Jorge Andrés (de “La Casa del Cine”).

Ese cine, esa película, ese guión, lo tendré siempre cerca. Lo tengo en mi mesa de trabajo, al alcance de la mano. Está en una pileta. Debería ponerlo aún más cerca y leerlo de nuevo. Tiene cubierta amarilla y es del año 1979. Quién sabe, quizá algún día algún cineasta lo encuentre y pueda hacer una película. Mientras tanto lo proyectamos en nuestra pantalla no oficial, la de la imaginación. En esa pantalla escogemos al director de fotografía, a los actores y actrices, al director. Somos los productores. Y es una producción sin límites, sin barreras económicas ni de ningún tipo.

Como esa película, como “El mal soldado”, me encuentro con “La muerte lenta de Luciana B”, de Adolfo Aristarain. Es un guión que Aristarain no pudo rodar, lo que le desanimó, lo que quizá influyó en el hecho de que no haya vuelto a dirigir. Pero yo no olvido ese guión basado en la excelente novela de Guillermo Martínez.

¡No olvides, lector, a tus cineastas! No olvides a esa actriz favorita, quizá hace tiempo desaparecida. No olvides a esa película que hace tiempo que no ves, a aquella música que tanto te gustaba.
No olvidemos “Los peces rojos” de Nieves Conde. No olvidemos los cines de Segovia, el cine-prójimo. Me dirijo a ellos, a los cineastas, a los cinéfilos. El director de fotografía Porfirio Enríquez me dijo en una ocasión que entre cinéfilos hay que ayudarse.

Los olvidados de Luis Buñuel.
Los olvidados de Luis Buñuel.

En el cine-prójimo vuelvo a ver una película para recordar que esa película existe, que puedo recordar algo de ella antes de volver a olvidarla. Quiero volver a trastornarme con “Los olvidados” de Buñuel o con la memorable “Las tortugas también vuelan” de Ghobadi. Bueno, quiero volver y no quiero volver a verlas. Son la desolación absoluta. Al verlas quedé estupefacto, aplastado.

Era un niño cuando vi “Un día en las carreras”, el disparate de los Hermanos Marx en unos desaparecidos multicines llamados Buñuel. Es uno de mis dos o tres recuerdos más fuertes, más resistentes al olvido. Es la alegría total de Harpo Marx. ¿Cómo existió alguien así? Qué regalo el de Harpo para el cine mundial. Es el cine en estado puro.

Deborah Kerr en Narciso Negro.
Deborah Kerr en Narciso Negro.

Se aparece Deborah Kerr. No quiero olvidar su belleza serena en “Narciso Negro”, su abnegación y deseo de un mundo mejor aunque sea con la locura y un precipicio sin fin al lado. Quiero volver a ver esa película, volver a ver el rostro de la Kerr.

A estas alturas ya no puedo ordenar este escrito. Escribo a la disparada y ese no es mi hábitat natural. Estoy, me siento, fuera de sitio. Pero pido, ante mi desorden, paciencia al lector. Mi intención es buena.

Los Marx, Harpo, el cine visto en la infancia o adolescencia. Mi amigo Rubén Sánchez me habla de “Jo, qué noche”, la película de Scorsese, quizá olvidada, pero no por él, vista hace muchos años. Vivas Plá me habla de “Un lugar en ninguna parte” de Sidney Lumet. No la he visto. ¿Llegaré a verla?

Desapareció mi cine Pineda. No quedó nada. Queda mi recuerdo, el de la noche en la que había sólo una proyección por la larga duración de la película. Allí estaba yo con doce o trece años listo para ver “Pasaje a la India”, de David Lean. Ni idea de quien era Lean, pero el título era prometedor. No sé si entendí o me gustó la película, pero sí que sé que salí del cine admirado de que pudiera hacerse una película así.

Pasaje a la India de David Lean.
Pasaje a la India de David Lean.

No he vuelto a ver la película. Me gustaría hacerlo, volver a la belleza de Judy Davis. He olvidado por completo la película. ¿Qué sensaciones tendría ahora? ¿Recordaría algo inesperado?
Frente al olvido, “el cine de culto”. Me gusta mucho ese término. Un grupo de cinéfilos defienden esas películas con uñas y dientes. Crean un fuerte frente a los indios, defienden la memoria de ese cine. A veces lo hacen directamente desde el origen de la película o de la filmografía. Bravo por los que defienden el culto al cine de David Cronenberg o David Lynch. Aprendamos de ellos. Imitémosles. ¡Guerra al olvido omnipotente!

No seamos derrotistas. Los cinéfilos vivimos de los descubrimientos, me dice un optimista Carlos Gracia, buen amigo cinéfilo. Me gusta tenerle cerca, hablar con él, aprender de él. La Real Academia nos habla del olvido como cesación de la memoria que se tenía. Nuestra respuesta: el descubrimiento.

¿Recordamos a los cineastas de la época muda? Apenas sabemos nada. Sería tarea para toda una vida el rescate, tal y como hacen los apasionados de las Filmotecas.

Con nuestro escapismo accedemos a una exposición sobre Georges Melies y escribo sobre ello. En medio de bloques de cemento, de muros, por medio de un ascensor, chocamos con las paredes a la entrada, despistados, pero de repente, en presente, se abre una cortina, que representa el “Viaje a la Luna”. De seguido, desde la fantasmagoría, Melies se nos aparece en una película de un minuto que podía parecer perdida, olvidada: “Evocation espirite”.

¡Evocación espiritista! ¡¡Qué título maravilloso!! Podemos ver esa película de 1899. No está por tanto olvidada porque acabamos de verla.

Nos aliamos con Melies al salvar su memoria, al devolverle a la vida. Melies, como buen mago, ejerce la ilusión fugaz, el buen humor, frente al cinismo y la muerte; imposible de atrapar, aparece, desaparece, y su cine, la imaginación, es destruida por la Guerra Mundial. Su pequeña productora, Star Film, también se desvanece. Pero ese desvanecimiento, con el cine, también es una ilusión. Si nos fijamos en las sombras chinescas, en el praxinoscopio de Emile Reynaud, o en una botella trucada, enseguida nos parece encontrarnos con el propio Melies, en la ilusión que le mantiene vivo. Quizá dentro de cientos de años sea visto por otros ojos, por otros seres de carne y hueso.

Repito lo que me dijo Carlos: “Los cinéfilos vivimos de los descubrimientos”.

¡Resurrección! Sí, esa es la palabra. Al verlo, al ver el trabajo del cineasta, le revivimos. Aunque sólo sea un pequeño cortometraje o un libro que escribió sin saber que lo estaba haciendo, que tenía sus páginas desperdigadas.

Pienso en cineastas y cinéfilos como amigos, como si les conociese, aunque hayan desaparecido en la realidad.

Os sigo, cerebro (Ángel Fernández Santos) y corazón (Manolo Marinero).

Se me acaba el tiempo y voy quedando verdaderamente exhausto.

Y termino con Jaime Migueiz y Eduardo Sanchís. Ya no están, desaparecieron. Aquí les saco de los confines. ¡Eran cineastas! Ambos fueron proyeccionistas. Yo también lo fui por un tiempo. Jaime se resistía a la enfermedad con su pequeño ordenador portátil. Le pregunté si necesitaba películas y me dijo que tenía abundantes.

Siempre sonriente. Como Eduardo, con desaparición trágica que no puedo olvidar. Eduardo, como yo, encontró el amor precisamente en un cine.

Son cineastas y yo les recuerdo. No puedo superar la idea de duelo, de los cineastas y de mis cines destruidos. No sé a que se debe esto.

He pensado mucho como terminar esta escaramuza, como terminar la batalla del cine contra el olvido. Sólo se me ocurre declarar la guerra sin cuartel contra el maldito olvido. Así de simple. Aunque la perdamos.

Tenemos una misión. Conspirar contra la muerte. Nos leemos, cineastas, nos escribimos, nos telefoneamos. Nos encontramos en los cines. Inventamos comunicación como la de estos pequeños escritos de cine. Inventamos cine.

Escribo para los míos. Para los míos del cine. Es una “evocación espiritista”.