Calle de Muerte y Vida.

Las medinas árabes y Segovia comparten recurrencia en la frecuencia de acústica religiosa. La llamada periódica al rezo en las mezquitas de Marrakech adquiere correlato en el tañido de las campanas de nuestro municipio. Este sonido me sumergía en la historia: esas sesiones vespertinas dentro del Archivo Histórico Provincial. Sin buscarlo, en los legajos encontré, incluso, varias escrituras relativas a los campaneros trasmeranos, metalúrgicos, quienes compartían paisanaje y complementariedad de oficio con los maestros canteros de la misma procedencia montañesa, cántabra. En mi biblioteca, tengo hasta un libro editado sobre esta temática tan específica, de interés histórico y antropológico.
Ahora, bajo mi circunstancia, el toque de campanas me deprime. En muchas ocasiones, esos artefactos son mi despertador, tanto mañanero como vespertino. Hace años, salió en televisión una familia con domicilio aledaño a una catedral –creo que la de Jaén-: sus miembros eran sufridores en extremo de los campanazos. Mis oídos no se quejan; solo expreso sensación de melancolía. Estos artilugios situados en los campanarios, refugio de mis queridas cigüeñas, aportan contenido, banda sonora, coherencia con el continente representado por casco histórico de ciudad Patrimonio de la Humanidad. Enrique Larreta refería “un silencio lloroso de campanas” en Toledo, compañera de club.
Si algunos piensan que la Semana Santa ha concluido, están errados. Los ensayos de los cofrades –entre los que hay cada vez hay más chicas-, participantes en las procesiones, se inician ya mismo. En Segovia, asistimos a un día eterno en el que siempre es Semana Santa. En junio del año pasado, los músicos, con sus tambores y trompetas, ya habían vuelto a la carga, apenas finalizados los postres de la festividad religiosa. Por alguna razón, mística tal vez, el soniquete se escucha, con potencia mayor, en Muerte y Vida, vía crucis para dolientes y espacio para la reflexión. En definitiva, la Filosofía va de la muerte y de la vida.

En Muerte y Vida siempre es Semana Santa
Ventanales, calle Muerte y Vida./ Kamarero

Le pregunto a un alumno argentino si está siguiendo la actualidad preelectoral en su país. Y comenta que Horacio Rodríguez-Larreta, intendente (alcalde) de Buenos Aires, podría liderar la coalición frente al peronismo. Le comento su parentesco con Enrique Larreta (1875-1961), escritor perteneciente a esa familia patricia; pero el estudiante es muy joven y no le conoce. Cuántos hombres ilustres caen en el olvido: un autor de referencia en la colección Austral. En la novela “Zogoibi”, queda reflejado su conocimiento sobre el mundo de las haciendas en la Pampa. En paralelo, la caracterización de algunos personajes deja entrever la influencia ejercida por París y la cultura francesa en la clase alta sudamericana hasta hace décadas.

En la biblioteca de mis padres, leí el libro de Larreta sobre las dos fundaciones de Buenos Aires. Y, por aquel tiempo, visitamos Villalba de Losa (Burgos), pueblo natal de Juan de Garay, quien tomó el relevo de Pedro de Mendoza para que la capital porteña viera la luz y no fuera flor de un día. Una anciana tenía la llave de la iglesia; y nos mostró la pila bautismal donde fuera cristianado el conquistador. Por entonces, hacia 1980, cuán viva permanecía la tradición oral en la Castilla rural. Según hablaba, bien pareciera que la mujer hubiera conocido al personaje.

Los medios de comunicación se hicieron eco de una polémica poco después. Algunos historiadores defendían que, en realidad, Juan de Garay habría sido natural de Orduña, enclave vizcaíno incrustado, a medio camino, entre tierras alavesas y burgalesas. En realidad, más allá de los supuestos hechos diferenciales, avivados desde el Romanticismo, las dos localidades, separadas por menos de 18 kilómetros son casi lo mismo, más allá de muga separadora, unificadora. En lo profundo, vascos y castellanos pueden llegar a parecerse mucho entre sí. Tengo una antepasada del siglo XVII que era hija de padre burgalés y madre alavesa. La familia se mudó desde la primera provincia al pueblo del País Vasco. En el transcurso del interrogatorio de una información genealógica, necesaria para un hijo aspirante a ocupar cargo público, los vecinos castellanos recordaban que los padres se habían ido a La Rioja, cuando, en realidad, la Montaña Alavesa era su nueva vecindad. Las identidades resultaban más flexibles que ahora; y, no se remarcaba la diferencia entre tierras tan parecidas.

Enrique Larreta fue hispanófilo en grado sumo, amante de España. “Soy español, sí, señor,

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Placa de la Calle Muerte y Vida. / Kamarero

de sangre y de idioma; pero no de nacimiento”, dejó escrito. En el barrio porteño de Belgrano, visitamos la casa-museo donde residiera: un palacete blanco de estilo andaluz con pórtico barroco, grandes ventanales y mucho encanto.

Qué pocas casas-museo tenemos en España. Su abundancia constituye uno de mis recuerdos más agradables de Sudáfrica. En las antiguas residencias de los descendientes de los colonos holandeses nunca faltaba una de esas biblias gigantescas. Y con qué respeto han tratado aquel patrimonio los gobiernos sucesivos del país refundado por Mandela.
Ávila, donde transcurre su novela histórica “La gloria de Don Ramiro”, era el lugar en el mundo de Enrique Larreta, cuyo verso sobre San Juan de la Cruz recoge que “es la ciudad (Ávila) en él piedra que vuela”. Si la localidad con el casco histórico amurallado más famoso de España, por un lado, y Segovia, por otro, son las urbes castellanas más parecidas entre sí, en todos los sentidos, sus planos comparten extraño denominador común: la Calle de la Vida y de la Muerte. Este será el título escogido por el escritor bonaerense para su libro de sonetos. El autor legitima así su elección: “es el nombre, el extraño y misterioso nombre de una calle de Ávila, en Castilla la Vieja. Antiquísima calle que, partiendo de una de las puertas de la ciudad, va a morir al pie de la Iglesia Mayor”. El escritor, obsesionado con la trascendencia de esta denominación, un tanto surrealista para vía urbana, nos ha legado los siguientes versos:

“Tú me diste, ciudad fuerte, / ciudad santa, la llave alternativa. / Tu calle de la Vida y de la Muerte / finge, al paso, en mi sombra agigantada, / penitente sayal o capa altiva. / Y en capa o en sayal, rabo de espada”.

Mi madre y yo también penamos cuando pasamos por la calle de la Vida y de la Muerte en Segovia, gemela de la abulense. Y, tras el esfuerzo que supone la cuestecilla por San Francisco, se abren dos opciones para caminantes. El alivio de la bajada por Hilanderas es una de ellas, rúa arrabalera de antaño, recordatorio de menestrales incorporados al complejo textil que otorgó nombre en francés (Segovie), gracias la fama de sus paños finos. La bocacalle destila sabor de otro tiempo; y conserva una casucha muy antigua, medio derruida. La panorámica y el conjunto se destacan sobre lo demás. El todo es más que la suma de las partes.

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Retrato de Enrique Larreta, pintado por Ignacio Zuloaga en París en 1912.

La Calle de la Muerte y de la Vida es prolongación de San Francisco; y segunda posibilidad para paseantes. El primer tramo se inicia con edificio modernista de bella factura, rehabilitado. Una balconada cubierta, sello decorativo de la mitad norte de España, se emplaza frente a esquinazo. Cierta inscripción reza en la placa del callejero: “en la revuelta comunera, un hombre sufrió aquí juicio popular. Estuvo entre la muerte y la vida. Hubo indecisión camino del presidio”. Los comuneros anticiparon un conato de revolución burguesa; y, Segovia fue plaza fuerte. Algo coherente: la industria local salía perdiendo con la exportación de lana en bruto hacia Flandes, favorecida por Carlos I, monarca más flamenco que castellano.

No me apetecía salir de casa, pues las multitudes me agobian. Sin embargo, en la tarde del Jueves Santo, me levanto de la siesta con necesidad de dulce. Así, convenzo a mi madre para acudir a la pastelería Marín, donde somos clientes habituales y nos tratan muy bien. La torrija, empapadita en leche, espléndida. La avenida del Acueducto estaba atiborrada de visitantes, anhelantes de paso procesional próximo a pasar, integrado por uniformados con capuchón. Entre la población flotante, solo por un día, me ilusiona ver multitud de emigrantes latinos radicados en Madrid. Algunos llegan con sus padres ancianos; mientras, muchos son mestizos, indígenas, afrodescendientes. Bautismo iniciático como turistas: su Sueño Español, que ya no hay solo “American Dream”. Todo cambia para seguir igual: ellos son herederos de otros emigrantes, arribados a orillas del Manzanares, desde tantos pueblos del interior de la península, en la década de 1960. Qué bien lo refleja la película “Surcos” (1951), dirigida por nuestro paisano Nieves Conde. Segovia, Toledo, las mismas incursiones primerizas de los que fueran llamados domingueros. La gente cambia; la geografía permanece.

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Garay en la ceremonia de fundación de Buenos Aires, según la segunda versión de la pintura de Moreno Carbonero.

Hace unas semanas, conversé con un carnicero jubilado, castellano recio de ojos azules, junto a su huerta, preciosa, con roquedales de granito propios de estas sierras. La propiedad queda situada a los pies del peñasco sobre el que se alza el casco medieval de Segovia, la cual, como la ciudad romana de Segóbriga, lleva sufijo celta con significado de fortaleza. Le pregunto al hombre por sus ovejas de ganado entrefino, descendientes por un costado de las míticas merinas. También tiene burras; y llama buchas a las crías. Así, aprendo vocablo ignoto hasta ese momento. Una forma de hablar rural, extinta, auténtica, precisa, extraída de la Castilla profunda que atraía a la Generación del 98. Me refiere la fiereza de un carnero negro enorme, que embestía. Por ello, decidió sacrificarlo, si bien le dijeron que sacaría más (dinero, se entiende) “para vida –es decir, como semental- que para muerte –carne-”. Al contrario que en la Calle de la Muerte y de la Vida, cuando los comuneros, aquí no hubo indecisión.

El carnicero eligió la muerte; yo habría elegido la vida, siempre.