
Estamos de nuevo en el cine. Estamos con un niño, a principios de los años cincuenta. Estamos en Nueva York: “En Little Italy, donde vivíamos, el miedo se había erigido en sistema de vida, o de supervivencia. Nuestro entorno era muy violento. Era preciso no perder de vista jamás a nadie de la familia que se desplazaba, para estar preparados para echarle una mano. En el interior de nuestro pequeño enclave, nuestro pequeño guetto, por el contrario, estábamos en perfecta seguridad, pero el exterior estaba muy próximo, a un bloque de distancia, al cabo de la esquina. Donde empezaba el Bowery. Ahí yo he visto de todo, la más inmunda miseria (…) Todo eso, para un niño de ocho años es más bien espantoso. Y seguramente algo de eso queda. Indeleblemente. Por otra parte, más que la reacción de un chico, el reflejo primitivo de defensa es la huida. Un chico que tiene miedo corre. Yo jamás he podido correr porque era asmático. Entonces, en lugar de escapar, yo miraba. Es en esa época cuando he aprendido a ver”.
De repente, como en un truco de magia, se aparece el cine, se aparece la sala cinematográfica, y se aparece la iglesia, como otro lugar de refugio, otro lugar para escapar de esa miseria de la que habla Martin Scorsese: “Los sueños existían en la iglesia y en los cines”.
Ese elemento religioso, el de Caín y Abel, aparece en la primera película que Scorsese recuerda haber visto. Es “Duelo al sol”, una película del oeste dirigida por King Vidor en 1946: “Fue una buena forma de comenzar: el ardiente Technicolor, las masas de jinetes en ambos lados de una brutal guerra de ranchos, el febril y apasionado duelo físico de amor y muerte entre Gregory Peck y Jennifer Jones, la naturaleza intensa de la acción… Todo eso me causó una profunda impresión, y esa primera visión nunca me ha abandonado”.
Junto a esa primera película, el hallazgo de “Magic Box”, una película sobre el pionero del cine William Friese Greene. El niño Scorsese la ve con nueve años. Allí, dice, encuentra el aspecto mágico de hacer cine. Admira a Greene: “Me reveló enteramente el aspecto mágico de hacer cine. Magia y locura: un hombre que quiere continuar o probar una y otra vez, sacrificando familia, carrera, todo…”.
Y seguimos con el niño, con el inhalador siempre a mano: “Yo era un niño escuchimizado, enclenque, enfermo de asma, y tenía que pasar mis días en una habitación a oscuras, con vaporizadores. No podía jugar con otros niños, ni realizar ninguna actividad física. Vivía en un barrio muy duro, el Lower East Side, y cuando bajaba a la calle me pegaban. Por eso decidí que mi forma de expresión sería el cine”.
Como buen católico, el joven cinéfilo iba a misa y sentía la fe. Fue monaguillo. El cine y la iglesia tenían un efecto tranquilizador para él. Le hacían bien. Estuvo a punto de ser sacerdote. La religión ha sido un lugar común, un lugar preferente para él y en su cine eso ha sido decisivo: “El cine me aportó mucho cuando era niño, de joven y de adulto y creo que esto tiene que marcar psicológicamente también a otras personas. Es algo demasiado emotivo para mí. Cuando pienso en las películas que he visto, francesas, italianas, americanas… de John Ford… Algunas veces las películas son como una experiencia religiosa, un sentimiento de alivio que cambia tu vida”.
Dice Harvey Keitel, fetiche en las primeras películas de Scorsese, cuando el joven cineasta tenía que sortear numerosas dificultades, que muchas veces tenían que compartir sandwiches porque no tenían suficiente dinero para comer. Scorsese: “El cine es el medio de comunicación más importante que tenemos y con él podemos llegar igual a un joven de Chicago y a uno en Túnez. Es hora de que el cine acepte la responsabilidad que implica hacer películas para romper la barrera de nuestro mundo y hacerlo más rico”.
Estamos en Scorsese por Scorsese. Aquel Scorsese que empezaba a filmar estaba siempre charlando de cine con Harvey Keitel o con el joven Robert De Niro. Y en aquel preciso momento, lo descubrió. Descubrió la clave quizá más importante del cine, la clave que lo sitúa en otro lugar frente a la realidad: “Lo notable del cine para mí es que siempre es el presente. Siempre es el ahora. Para mí las películas de Buñuel están más vivas y son más actuales que el último mensaje de texto que recibes, si sabes como utilizar un teléfono móvil. Peter Bogdanovich ha dicho que no existe una película antigua. Es simplemente una película que no has visto”.
El cineasta Manolo Matji me dijo en cierta ocasión que cuando era joven, cuando era un cinéfilo, un estudiante de cine, lo que realmente quería era de algún modo “estar en el cine”. Luego Víctor Erice me dijo que “todos somos cineastas”. De esas dos afirmaciones surge así una premisa, un mundo paralelo, una fantasía. Y si todos somos cineastas, buscaremos una conexión entre nosotros: entre cinéfilos hay que ayudarse. Y Scorsese se une a nosotros: “Los cineastas estamos en conversación continua, interrogándonos, respondiendo unos a otros, y provocándonos mutuamente con nuestro trabajo a través de distancias extraordinarias, no sólo en el espacio sino también en el tiempo”.
¿Qué me ha interesado de Martin Scorsese?
La primera película de Scorsese que vi en el cine fue “Uno de los nuestros”. Yo tenía dieciocho años y no imaginaba que un mundo así pudiera verse en el cine. Aquello parecía el producto de un cineasta con un mundo propio, un cineasta que me daba la impresión de que debía ser versátil, capaz de producirme todo tipo de sensaciones. Luego estaba Nueva York, siempre presente, algo así como la Nueva York del lado oscuro, frente a la Nueva York romántica de Woody Allen.
Era apasionante ver a esos actores, a ese Ray Liotta entregado, a unos maravillosos Robert De Niro y Joe Pesci. El asombro eran esos actores, ese modo de trabajar, esa fotografía, ese vestuario, ese montaje, ese guión. Sólo puedo estar en completo acuerdo con lo que escribió el crítico Carlos Losilla sobre esos personajes neuróticos o psicopáticos: “… la creación de un universo escindido, repleto a su vez de personajes visionarios o alucinados, idealistas en suma, en colisión permanente con una realidad que siempre les sobrepasa”.
Scorsese es el cineasta esponja. El entusiasmo y empuje de Martin Scorsese vimos parte de la niñez, sigue como espectador y como estudiante de cine en la New York University. Nunca ha parado de ver cine, de leer sobre cine, de estudiar a los otros cineastas. Y sobre todo, un cineasta de riesgo. Si me preguntan por la palabra clave, la palabra en la que resumiría el cine de Martin Scorsese es esa palabra: “Riesgo”.
Me agarro a este escrito, al cine, como a un clavo ardiendo. El cine de Scorsese no tiene porque ser el camino. Es un camino. De hecho son muchos caminos, porque el cine que ha hecho es único y a la vez diverso: “Siempre he batallado con la naturaleza que rige el sistema de Hollywood y he tratado de encontrar mi propio camino en la industria”.
Una y otra vez se ha dicho que el cine de Scorsese es el de los gangsters, esos que a
parecen en “Malas calles” o “Uno de los nuestros”. Como no iban a aparecer: “Little Italy estaba dominada por la Mafia. Y manejaban las cuerdas no sólo detrás de la escena. Con bastante frecuencia presencié estallidos brutales de violencia en plena calle (…) No estuve realmente en peligro, pero todos caminábamos como sobre cáscaras de huevo. Había que estar atento de no decir nunca una palabra equivocada. O estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Mi padre nos maniobraba con destreza por ahí”.
Cierro los ojos. Recuerdo aquella proyección de “Uno de los nuestros” y todo su cine, todo el cine suyo que he visto; me hace admirar al cineasta asmático, capaz de todo por el cine, como con la creación, junto a otros cineastas, de “World cinema project”: “Restauramos y preservamos películas que a veces se daban ya por perdidas, en países sin laboratorios ni maneras ni dinero para conservarlas. Películas de las que apenas se conserva el negativo (…) Si no conservamos las películas de los sesenta y setenta de países como Malí, Uganda, Senegal, Chad… la gente, los ciudadanos no sabrán quienes son ni de donde vienen. La historia se perderá”.
Ese Nueva York de “Taxi Driver”, con Robert De Niro conduciendo y conduciendo y conduciendo. Scorsese nos traslada a aquellos seres que habitan sus calles, y así vemos quienes son y de donde vienen esos personajes.
El gran éxito de “Taxi Driver”, la fascinación del público y la crítica por la película protagonizada por De Niro también podía ser el fracaso de “New York, New York”, el estrés, el cineasta perdido en sus demonios, el cineasta que cae en la cocaína, que ve como sus relaciones de pareja no funcionan: “Después de terminar “New York, New York” cambié. Estaba fuera de tiempo y fuera de lugar, y también tenía gran agitación en mi propia vida y abrazaba el otro mundo, por así decirlo, con una especie de atracción por el lado peligroso de la existencia. Estuve en un hospital, sorprendido de que estuviera cerca de la muerte”.
José Enrique Monterde recuerda esa capacidad de Scorsese: “Tomar unos materiales ajenos y reconducirlo hacia un territorio temático, moral y estilístico propios”. Scorsese se levanta. El cine siempre le levanta, en sus películas de ficción, dramas, o también en el terreno documental, en la música que el ha retratado de The Band, George Harrison, Bob Dylan o los impresionantes Rolling Stones de “Shine a light”.
Siempre la palabra clave: “Riesgo”. Riesgo de “New York, New York” o inmediatamente el blanco y negro de “Toro salvaje”. Atreverse al blanco y negro o incluso pedirlo para “El color del dinero” (ahí no pudo lograr su propósito, se rodó en color).
“El cabo del miedo” es una película comercial, pan comido para Scorsese. Tras ella, en 1993, Scorsese vuelve a arriesgar, tal y como ya había hecho con “La última tentación de Cristo” y como más adelante haría en las excelentes “Kundun” y “Silencio”.
En 1993 surge un proyecto acariciado durante años. “La edad de inocencia” es una adaptación de la novela de Edith Warton, una obra maestra de Scorsese en la que todo encaja, otra representación de la violencia, un homicidio sin sangre. Luca Guadagnino, el cineasta italiano, ha expresado su admiración por esta película: “Él explora la humanidad y lo que significa, incluyendo la violencia. “La edad de la inocencia” es en mi opinión una de las películas más violentas jamás hechas: es sobre represión y opresión. (…)”.
En su madurez se confirma la altura de Martin Scorsese, con películas como “Kundun”, “Al límite (Bringing out the dead)”, un viaje al absurdo a través de un conductor de ambulancia que busca desesperadamente un sentido para su existencia. Es una película extraordinaria en la que vuelve a trabajar con Paul Schrader.
Comienza una colaboración extensa con Leonardo Di Caprio, en la ambiciosa “Gangs of New York” o “El aviador”, entre otras. Y llega una nueva jugada de riesgo, con “La invención de Hugo”, una película aparentemente para niños pero que le permite viajar al cine dentro del cine, al cine del pionero Georges Melies: “Lo más importante cuando empecé a rodar era el protagonista, ese niño que anda abandonado por las calles de París. Ante todo era su historia. Luego vinieron más cosas, claro. Por ejemplo, la conexión entre la historia del cine y mi pasión por la restauración de películas y la investigación de antiguos realizadores (…)”.
Martin Scorsese es hablar y hablar de cine. Es filmar y filmar y filmar. Es el riesgo. Con eso nos quedamos. De ahí su polémica con los filmes de Marvel, a los que acusó de parque temático. “Lo que no hay es revelación, misterio o genuino peligro emocional. Nada está en riesgo. (…) El entretenimiento audiovisual mundial y el cine son dos caminos separados. De vez en cuando se solapan, pero eso sucede cada vez menos. Y me temo que el dominio económico de uno está siendo utilizado para marginar e incluso menospreciar la existencia del otro”.
Seguiremos buscándote, Martin Scorsese.