
En el Diccionario de la Real Academia, el término “arte” tiene varios sentidos. Entre ellos, nos interesa el siguiente: “Manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”.
Busco fantasía en lo que escribo porque sé que me repito y me repito. Intento escapar a la repetición y sacar algo de la chistera que interese, que motive. Sé que si me repito acabaré en un callejón sin salida. Tendré que dejar de escribir. ¿Cómo escapar? Si el arte es “interpretar lo real o plasmar lo imaginado”, no sé si soy artista pero al menos intentaré plasmar en lo que escribo lo que tengo en la cabeza. A veces escribo rodeado de personas que no conozco; es un trabajo solitario, pero me pregunto si a esas personas les interesará el cine. ¿Todavía interesa el cine?
Mientras divago, me reúno con “Van Gogh, a las puertas de la eternidad”. El título original es “A la puerta de la eternidad”. Aquí le ponemos lo de Van Gogh delante, para que el espectador tenga claras las cosas. Se le quita buena parte de sentido al título original, que destacaba algo (para eso ese título) frente al título castellano, que destaca a Van Gogh.
Vincent Van Gogh (Willem Dafoe) es el icono de esta película, tótem de este pequeño ensayo. Van Gogh, a las puertas de la eternidad, detiene a una aldeana que encuentra en el camino. La aborda. Quiere, desea pintar un boceto de ella. La aldeana le mira con extrañeza, sorprendida. Entre la aldeana y Van Gogh hay una fina línea de conexión. La realidad, de nuevo, actúa como villano en contra del artista. La realidad le separará del objeto de su pintura, la aldeana.
Van Gogh-Dafoe habla con Paul Gauguin (Oscar Isaac): “Odio la niebla. Estoy cansado de esta luz gris. Me gustaría encontrar una nueva luz. Para pinturas que aún no hayamos visto. Pinturas brillantes, pintadas a la luz del sol”.
Pinta Van Gogh bocetos, pinta sus botas. Pinta y exhibe sus pinturas en su pequeño cuartucho. Camina y camina buscando y buscando algo. Esa es la clave: buscar, buscar, buscar.
Buscar en el monte, en el paisaje de cada día: “Cuando te enfrentas a un paisaje llano, no veo más que la eternidad. (…) ¿Soy el único que la ve? (…) La existencia no puede ser sin una razón”.
La existencia sin razón. Esa pintura que Van Gogh busca es la misión, el antídoto contra el vacío de la existencia.
El cine, el séptimo arte. Aquí el artista (Van Gogh) dentro del arte, el cine. Es atrapante. Y nuestro objetivo, encontrar otro cine, averiguar si otro cine es posible, otra luz, otros caminos que desconocemos. Cuando uno de ellos se planta ante nosotros y osados lo seguimos no sabemos donde puede llegar, puede incluso llegar a lo nunca explorado.
Así es para el cinéfilo que ve una película por primera vez y reconoce o no senderos pasados. Nuestro punto de vista no es el del cineasta-artista. Nuestro punto de vista es el del espectador. Continuamente el cinéfilo ha de cuestionarse a sí mismo. Fernando Trueba escribió que del cine sólo hemos explorado una pequeña parte, que no todo está contado.
Estamos con Fernando frente a los que dicen que todo está dicho, que se han contado ya todas las historias en el cine.
Y es que es fácil acomodarse a un solo tipo de cine. Yo mismo lo hago. De repente, muchas veces, me doy cuenta, e intento rebelarme. Por eso vuelvo a películas como “Van Gogh. A las puertas de la eternidad”, de Julian Schnabel.
Este cineasta, Julian Schnabel, ha llamado mi atención en varias ocasiones. Me he fijado especialmente en él desde que dirigió la extraordinaria “La escafandra y la mariposa”.
Hay quien dice que Schnabel no sabe dirigir. ¿Estamos viendo cines distintos? Sin duda es así. El cine por sí mismo cambia constantemente. Cambia su trayectoria, cambia su punto de vista: cine mudo, sonoro, color. Ya había cine antes del cine. Antes del séptimo arte existían el zoótropo, la fotografía o la pintura.
Esa genética del arte es la misma.
Que el cinéfilo se alimente. Se cuestione a sí mismo. Mi oración es la de siempre: los cinéfilos vivimos en la ignorancia.
Una pista de la mano de Víctor Erice y su sol del membrillo, de su reflexión sobre aprender a mirar, ver cine y hacerlo: “Cuando se habla del cine como arte se corre el riesgo de ser mal interpretado. En un tiempo de la sospecha como el actual, conviene precisar en lo posible la idea que late detrás de esta clase de reclamo. Desde luego, no están en ella incluidas las películas que persiguen el efecto artístico en la superficie de la imagen, en todo aquello que es propio de lo decorativo, lo ornamental y lo superfluo. Tampoco las que en sus argumentos hacen un uso prepotente de los grandes temas, ni las que desfilan revestidas con los ropajes de la moda audiovisual. En las películas que alcanzan la categoría de arte las ideas y las emociones brotan de sus imágenes y sonidos de una manera específica, que no se parece a ninguna otra. De ahí que sean siempre lo opuesto a las que exhiben un valor “artístico” añadido”.
No olvidemos a la Real Academia: interpretar lo real y plasmar lo imaginado, acepción del arte.

En “El sol del membrillo”, Víctor Erice busca desentrañar o descubrir el procedimiento creativo de un artista. Quizá como autodescubrimiento. Vale la pena encontrarse con esta película e intentar conocernos mejor a nosotros mismos como cinéfilos. Busquemos, a propósito de esta película, al crítico José Luis Guarner: “En “El sol del membrillo” hay varias películas a la vez: el elogio de un artesano, el análisis de un artista, una aproximación al misterio de la creación, una reflexión sobre la decadencia y la muerte y un ensayo sobre la naturaleza del cine, y la mirada del cineasta”.
Es “ilusionismo” la palabra que me gusta. Si el cine es ilusionismo, quizá el arte también lo es.
Y con la ilusión volvemos al Van Gogh-Willem Dafoe de Julian Schnabel. Van Gogh pulula a lo largo de la película buscando algo, buscando una pintura entre una multitud de ellas que va pintando. Quizá no hay arte en sí, sino búsqueda del arte. Búsqueda de Van Gogh y búsqueda de Schnabel, que dice lo siguiente sobre el trabajo en equipo del cine: “Es genial cuando tienes gente que hace cosas que tú no puedes hacer. Eso es lo que me gusta. Cuando hicimos “Van Gogh. A las puertas de la eternidad”, Willem Dafoe y yo éramos la misma persona en cierto momento. Mi actitud cuando hago películas es que nos lanzamos al agujero, y si al final hemos logrado salir trepando de él, entonces ha sido un buen día. Pero Dios sabe lo que va a pasar mientras estás en el agujero”.
Estás quizá pintando para personas que aún no han nacido, dice Van Gogh. Ese poder del arte es inmenso, inexplicable, incomprensible.
Quizá el artista del cine no es sólo el director, sino que en la misma medida y a veces en medida superior lo es el director de fotografía. También puede ser artista, pintor, como Emmanuel Lubezki, quizá el mejor director de fotografía de la actualidad. Lubezki es el pintor: “Sin luz no hay película. Para mí se trata del gran caldo que soporta toda esa sopa que llaman el cine. (…) Algunos directores la usan sabiamente y otros no, pero el punto de partida es que se puede hacer un filme sin actores o música, pero no sin luz”.
Cada vez, al escribir esto, leyendo lo que los cineastas comunican, el arte parece más difícil de definir como algo tangible. Estamos ante el misterio: “la cámara, la técnica y la lente deben desaparecer en algún punto, sólo así el cinematógrafo puede ver que pasa con la luz y el movimiento”.

Lubezki pinta con Terrence Malick, el cineasta norteamericano, uno de los buscadores del cine. Malick busca, busca, busca. Y eso me interesa. Pretende lo imposible, definir el arte, el misterio. A propósito de “El árbol de la vida”, Malick se sitúa en la posición de pintor junto a Lubezki. Son una única persona. Lubezki: “Me dijo: No tengas miedo. Quiero que vivas al límite, filma cuando no hay luz, quiero que te caigas, que corras con los niños, que trates de sentir emociones cuando estás filmando”.
Nuestro Carlos Saura, desaparecido con noventa y un años, siguió también la búsqueda. Él, que filmó a Goya en Burdeos, con Paco Rabal interpretando al pintor español, se detuvo, en su avanzada edad, lúcido, y utilizó el gran lienzo del cine, la pantalla, y reflexionó sobre el arte y los artistas. La película se llama “Las paredes hablan”. La primera, para nosotros, la cinematográfica, la de las salas oscuras, que resisten, que aún existen.
El cine puede ser arte total porque aúna pintura, música, fotografía y literatura: “Las paredes hablan, son reflejo de la vida, testigos del paso del tiempo, pero hay que pararse y escucharlas”.
Saura lo hace. Es cineasta, es fotógrafo, siempre lo fue, y sin intención de publicar sus fotografías, aunque las propias fotografías, como tomando vida, se hayan hecho públicas.

El mundo, al pintar, al fotografiar, al filmar, al escribir sobre él, cambia una vez hemos llevado a cabo el trabajo. En el caso de Saura, el mundo cambia visto con una cámara: “Cambia porque hay una cosa que muy pocas veces pensamos y es que cuando aprietas el obturador ya es el pasado, ese instante ya no va a existir nunca más que en tu fotografía y eso es fascinante”.
Saura se detiene, reflexiona, fotografía, va más allá filmando ese proceso, porque las paredes hablan, los lienzos hablan.
Mike Leigh, el cineasta, insiste en lo que hemos visto a propósito de la luz, de la luz en la pintura y en el cine: “Somos mortales y por tanto estamos lejos de ser perfectos. Envejecemos, decaemos y morimos. Y en el sigo XIX no había higiene dental ni cosméticos. Y el trabajo diario de un pintor es sucio… Un hombre tan excéntrico como William Turner fue capaz de crear todas esas imágenes llenas de poesía. Ese contraste entre lo excelso y lo infame es la paradoja de nuestra existencia”.

Leigh dibujó extraordinariamente al pintor William Turner en “Mr. Turner”. Persiguiendo algo. Persiguiendo. Buscando. Buscando. Buscando. Como Terrence Malick y Lubezki, como Julian Schnabel con su Van Gogh – Willem Dafoe.
Y junto a ellos un jovencísimo Carlos Saura con su máquina fotográfica y veteranísimo de más de noventa años con su máquina cinematográfica. Porque las paredes hablan, y las pantallas también. Gracias, Carlos, por recordárnoslo ya desde los confines.
Somos mortales y lejos de ser perfectos, decía el cineasta Mike Leigh a propósito de su Mr. Turner: “Por un lado, el ímpetu incontenible e inexplicable que nos empuja a crear algo. Todo artista que no lo posea, no es artista. Por otro, el conflicto que se produce cuando nuestra libertad individual choca con el contexto social, de manera que el arte debe adaptarse a las ideas burguesas y, al mismo tiempo, tratar de cuestionarlas”.
Van Gogh – William Dafoe camina y camina, buscando los paisajes. Está terriblemente solo, y eso es mucho peor que no encontrar la pintura que busca. Su amigo Paul Gauguin aparece por un momento y eso le reconforta pero sólo es un instante. Gauguin se va y él vuelve a quedar solo. La terrible soledad del artista. Es insoportable, asfixiante. Aparece la locura… o quizá es otra cosa. No lo sabemos.
Schnabel es Dafoe y Dafoe es Vincent Van Gogh. En el manicomio intenta pintar más que nunca, más solo que nunca. Van Gogh se encuentra con un sacerdote que le cuestiona, que le dice que lo que pinta no es pintura, que no es pintor. Surge el sufrimiento del artista; quizá los que entenderán su trabajo todavía no han nacido. El sacerdote le dice al pintor que es un fraude.
Buscar, buscar, buscar el arte. Termino como empecé, con Van Gogh – Dafoe y sus “pantallas” en blanco a la espalda, acarreando todo su equipo de trabajo. Termino con él, escribiendo solo, acarreando mis lápices, mis papeles.
Quizá aprendamos algo buscando el arte dentro del cine, el arte dentro del arte, sabiendo que posiblemente no sabremos definir que es el arte.